Jamás podremos olvidar aquel verano en torno a las hogueras, con la luna sobre nuestras
cabezas en su obstinado menguante, como una cimitarra de plata, que afilaba el
viento con su silbido persistente azotando las toscas irisadas de espuma.
Como los otros,
habíamos acampado cerca de la tienda de Omar, el herbolario, cuyo renombre de
cabalista se extendía por toda la costa y también por los países limítrofes,
desde donde llegaban los curiosos en busca de fórmulas magistrales para las
dolencias del alma o del corazón.
Era frecuente que
los visitantes pernoctaran en las inmediaciones de la botica y tuvieran que
esperar varias semanas para obtener una sesión privada; entonces se distraían
mirando y regateando nuestras artesanías o en corrillos a la espera de alguna
macumba pintoresca que diera color a la espera. Todo eso y la esperanza de que
arribara cualquiera de los participantes de la regata, como había ocurrido
otros años, nos resultaba atractivo y formaba parte del tesoro que llevaríamos
de vuelta en nuestras cámaras fotográficas. El paisaje, por otra parte, incidía
en la sugestión de aquella atmósfera irreal con sus grandes acantilados, los
médanos a pico cubiertos de pinos y los nocturnos constelados, magníficos de
estrellas.
La astrología trashumaba de carpa en carpa, entre nosotros,
entre los gitanos de los barrios del sur, entre la gente del circo y los
visitantes —que no eran pocos—pues la fama del herbolario y su conocida amistad
con el favorito de la fiesta náutica, Jean Claude Doubillet, obraban como una
poderosa piedra de imán.
Por un lado, Omar y su pretendida alquimia, representaban la
fuga de lo cotidiano y la posibilidad de trascender lo real. Por el otro, la
imaginería popular había tejido una red de leyenda alrededor del deportista que
atrapaba inevitablemente al público. El herbolario y su trouppe aparecían en la
playa con un increíble despliegue esotérico, en el que no estaban ausentes los
juegos de magia negra, las barajas egipcias y la exploración quiromántica.
Caminaba entre sus seguidores que se abrían en dos alas y les imponía las manos
sobre la frente, los brazos y las piernas con una maestría histriónica digna de
las mejores compañías teatrales.
En la trastienda de la botica se escalonaban frascos y
redomas, donde hervían brebajes de colores llamativos, zumos frutales,
seguramente, pues Omar los ofrecía a sus clientes en largas copas con el borde
azucarado y un trozo de hielo. Fuese lo que fuese la poción o refresco tenía un
efecto reconfortante para quienes se habían aventurado a pleno sol hasta
aquella playa privada, escondida entre los barrancos y el monte virgen.
Nosotros llegábamos y nos instalábamos todo el verano,
después de vaciar nuestras mochilas y armar los kioscos y, aunque le pagábamos
un alto porcentaje por las ventas, sabíamos que estar con él era un negocio
seguro y fascinante. Yo me había sumado al grupo de puro aburrida, pues a los
veinte años, cuando los horizontes se nos ofrecen infinitos y viables,
cualquier experiencia snob resulta seductora.
A veces me reía secretamente de toda esa alienación fraguada
que tenía poco de mística y mucho de especulación, pero era un escape de la
rutina, de la bohemia de café y de las librerías de viejo y, sobre todo, de esa
angustia del ser que nos iba socavando, a medida que nos hacíamos adultos y
perdíamos la fresca irresponsabilidad de la adolescencia.
Comprendía, sí, que también la botica de Omar era otra forma
de huir de la soledad que se hacía palpable en la ciudad y en el tumulto como
una fiera agazapada a la vuelta de cada esquina. Pero era una experiencia nueva
que entrañaba la posibilidad de cambio, a salvo de la sombra macabra del
hastío. De cualquier manera aquella elección no me defraudó, no sólo por la
extravagancia del ambiente sino por la aparición sorpresiva del ángel, jinete
en medio de las olas, sobre un velero desertor de la regata, quien se presentó
ante nosotros como Jean Claude Doubillet, marino francés y bucanero del tiempo.
Verlo secundar a Omar como hechicero medieval, conjurar a
supuestos licántropos en las noches de plenilunio, entonar con la guitarra
canciones de la antigua Provenza y bailar la danza de las dagas, rojo de fuego
y vaporoso de humo, entre cíngaros y llamaradas, con aquella sonrisa que se le
demoraba en el rostro, era mucho más de lo que yo podía resistir.
El embrujo de aquellos días en que capturábamos instantes,
descubríamos espacios, estrenábamos perfumes y sabores, aún permanece con
nosotros, aunque me repitan hasta el cansancio, que ninguna embarcación llegó
aquel verano a la playa del herbolario, que Jean Claude Doubillet ya no existe,
que su velero naufragó en la regata de ese mismo año, a raíz de un temporal.
No es así. Yo sé que alcanzó nuestro muelle. Lo sabe también
Omar, que nos dio a beber aquel refresco rojo bajo el hilo del menguante,
cuando el cielo se desplomaba a torrentes que no apagaban las hogueras,
mientras el mar mordía el acantilado con aullido de lobo, arrojando sobre la
playa el esqueleto desarticulado de un bote perdido y el herbolario me repetía,
nos repetía a Jean Claude y a mí, para conjugar nuestra temporalidad a
destiempo en este presente perpetuo que me retorna a Jean Claude, que me trae a
Jean Claude hasta aquí, a cualquier hora y en cualquier espacio, nos repetía:
basta que un solitario piense en un ángel para tenerlo junto a él.