sikes

lunes, 1 de abril de 2024

ÍNDICE


  •  El Molino
  •  La Coleccionista
  •  Aurora
  •  Los mellizos de Nazca
  •  Mensajes del Más Allá
  •  Savia Roja,Orí...Genes
  •  La Flor Azteca
  •  Oceánica
  •  Mi radio lejana
  •  Maestro
  •  Soles
  •  El Ángel
  •  Un Paseador de Perros











sábado, 30 de marzo de 2024

Instrucciones para una astrónoma solitaria



El retrato que un dibujante de su pueblo le hiciera a los veinte años dominaba el salón como una expresión clara de su íntimo anhelo. “Este será mi referente exclusivo”,-se repetía Marcela sonriendo, mientras pegaba papeles sobre los cristales delatores de un tiempo fugitivo. Era mejor salir al parque y mirar los aromos y cerezos que renovaban cíclicamente la esperanza con su exuberante floración. Junto a la fuente había un jaulón blanco y desde allí las avecillas festejaban la tarde con animados gorjeos, ajenas a su cautiverio."También yo soy prisionera de un proyecto", -se dijo- y levantó la pequeña puerta para que los pájaros estrenasen la libertad. Siguió el vuelo con ternura, mientras se perdían en el bosque de pinos que bajaba hasta la playa, recortando retazos de cielo y océano unidos en un horizonte azul, leal a sus deseos imperiosos de infinito.
Los denodados esfuerzos para dominar el tiempo y el espacio parecían haber alcanzado su meta como la imagen que le devolvía el espejo cóncavo del telescopio. Tantos años de investigación solitaria en aquel ático se concretaban al fin en el punto luminoso que se encendía con insistencia en la lente del ocular. Habría que filtrar una pequeña desviación cromática y el éxito de su proyecto sería completo. Solo faltaba interpretar la señal tan esperada que llegaba noche a noche con auspiciosos destellos intermitentes. Lejos estaba el momento en que decidió esconder los relojes como una ingenua rebeldía contra la marcha incesante de las horas. Sin embargo, Marcela prefería no subir a su mirador tan temprano y se alegró al descubrir a Pancho atado al palenque: era un zaino manso que el puestero alquilaba para el paseo de los escolares que visitaban el pueblo; ella le permitía guardarlo en su campo y tenía libertad para correr con él por la orilla del mar mientras brillara el sol; estaba tan cerca el ocaso que sería una espectadora privilegiada de la ceremonia crepuscular. Todo el esplendor de granates, rosas y dorados perfilaron su silueta al galope con la magia matizada de las luces, y ella tuvo la ilusión de que esa estampa en movimiento podría regresar con la periodicidad de las mareas. Acarició el lomo del caballo y se tendió en la arena hasta que el lucero se dibujó en el azul profundo del firmamento. Era una noche fantástica y avanzó hacia ella ascendiendo por la escala del ático.
 Se acercó al trípode y ajustó el buscador hasta encontrar el campo estelar, jugó con las constelaciones un largo rato y dibujó las coordenadas para localizar un punto en el espacio, mientras sobre el pequeño mechero la pava silbaba con estridencia, anunciando el momento de saborear ese té exquisito que renovaba sus energías.
Regresó a su sillón giratorio y apretó el pedal de ascenso, localizando la zona planetaria con el diafragma ampliado de su telescopio. Aquella pequeña luna que había descubierto un año antes ocupó el foco de la lente y Marcela volvió a sentir el leve magnetismo con el parpadeo rítmico de la luz que despertaba su curiosidad; las imágenes rotaban como si el cristal refractase los colores del espectro emitidos por aquel satélite desconocido entre las órbitas de Júpiter, o de Saturno, quizás... Vagamente pensó que podría tratarse de un mensaje cifrado. ¿Cómo decodificar esas señales luminosas? ¿Acaso esperaban su propia respuesta desde aquella luna que rotaba sin definirse a la zaga de dos planetas distintos? 

Corrigió la posición y volvió a mirar detenidamente el cosmos que se ofrecía en toda su magnificencia astral y entonces recibió, esta vez, haces de luces continuas que parecían conectarse con su telescopio desde distancias siderales. Una fuerza poderosa la atraía hacia el interior del cilindro y vio su rostro reflejado en el espejo cóncavo, luego su cuerpo que, paulatinamente, iba integrándose a esa imagen, girando en un torbellino de anillos multicolores. Supo por un instante que desde aquella luna remota habían recibido su aprobación y estaban activando su despegue (la estaban guiando), tal vez seres tan obstinados como ella que exploraban el universo buscando contactos más allá de los límites de su orbe. Absorta en su propia migración, sintió que se iba amalgamando con aquella luz que la atraía como un imán y se incorporaba a sus destellos. A partir de esa síntesis tuvo la tenue impresión, tal vez subliminal, de que su energía se perpetuaba irreversiblemente al prolongarse en el espacio sin límites, venciendo las fugas sigilosas del tiempo, hasta que su pensamiento se fue desvaneciendo lentamente y la lámpara del ático comenzó a emitir señales intermitentes como si fuera un faro, mostrando un sillón vacío, la pava caída sobre la mecha empapada y el telescopio solitario, interrogando al cielo.


¨                                                                        *********

viernes, 22 de marzo de 2024

De tango en tango



Yo le tenía aprecio al Muñeco hasta que se levantó a una piba que había salido conmigo a los veinte, por eso tuve que armar bien el asunto para que no desconfiase. Le dije que el sábado fuera a la milonga del Alto. Yo le debía un vuelto por el afano del camión de bicicletas y sabía que frecuentaba a las minas de la zona, porque lo había visto amartelado con más de una. Le gustaba sacarle lustre al piso con el 2x4, siempre bien empilchado con saco cruzado y el lengue blanco al cuello. Fue el Topo Juárez quien me batió en los 60 que se había levantado a la Pichi, que por él me había largado y eso apuraba el trámite. 
Desde afuera lo vi bailando con la tanita de la mercería, con esa pinta, no se le iba a escapar una piba tan linda. (La Pichi ya había pasado a la historia para él, no para mí a pesar de los años). Le hice una seña desde afuera por la ventana del club: No podía dejar la moto en el baldío de la esquina porque uno nunca sabe… Salió al toque, sin arrugar y caminamos un trecho hasta que  tropecé a propósito con una raíz para quedarme atrás. Ahí mismo cayó redondo al primer disparo y me acuerdo que desde el parlante lloraba un bandoneón cuando rajé para el centro.

miércoles, 2 de mayo de 2012

El Molino


   
  Cuando las aspas del molino de Maese Ferdinand se detenían, doña Estrella daba un respingo y le decía a su marido:
     -Megalí se ha enamorado, la perdimos otra vez.
     Entonces podía sobrevenir una catástrofe: los naranjos perdían sus azahares, se secaban los campos y hasta los gatos querendones se volvían tigres feroces y asolaban  la población de aquella aldea ignota nacida en el bostezo del monte.
 El molino era el generador de energía de aquel pueblo, pero para que sus aspas giraran era necesario  que soplasen las ondas del pensamiento de Megalí. Hasta aquella usina vital acudían caravanas de ilusionistas y hacedores de sueños en busca de realidades intangibles que se escamoteaban en el mundo cotidiano. Sin embargo, nadie podía suplir a Megalí durante sus ausencias. Aunque los postulantes permanecieran días y días en actitud brahmánica y se alimentaran sólo de raíces y jugos ácidos, no alcanzaban a reunir la fuerza suficiente para obtener el pensamiento en estado puro, que era el único combustible apto para alimentar los acumuladores del molino. Sólo Megalí podía hacer florecer los prados, multiplicar las mieses y contener los huracanes devastadores que convertían en páramo aquella comarca ubérrima.
     Pero a veces sucedía que Megalí, por cierta languidez de su espíritu o de su corazón, caía en pozos profundos de los  que le resultaba muy penoso escapar. Generalmente eran los brazos morenos de Antenor los que la soterraban en un estado de confusión que se parecía a la locura. Bajaba hasta el infierno donde se iba consumiendo lentamente y cuando volvía a la superficie, no era  más que un harapo, un  trapo retorcido y remendado apenas reconocible por sus grandes ojos azules, hundidos en un abismo de borrascas.
Maese Ferdinand se desesperaba, porque si bien era el creador del molino, necesitaba una fuente de recursos como la mente e Megalí para hacerlo funcionar. En vano intentaba el cambio para sacarla del sopor. Sus esfuerzos y los de doña Estrella no bastaban, aunque le avisaran que el cauce del río estaba seco o que un poderoso rayo se había descargado sobre los trigales. Sólo el tiempo y la lejanía de Antenor la despertaban del letargo.
     Una tarde Maese Ferdinand vislumbró la solución cuando observaba el carromato de gitanos. Entre las mujeres había algunas muy seductoras y pensó que no era difícil que el temperamento fogoso de Antenor se sintiera atraído por sus encantos. No se equivocaba: verlas bailar al son de la pandereta y lanzarse al galope tras el carro y la aventura fue lo último que se supo de él. En esta ocasión, Megalí se repuso de la pérdida con más rapidez que nunca, pues se sentía libre de una sumisión que la mortificaba, pero no podía resistir.
     El molino comenzó a girar veloz. Por el cielo de la aldea volaban pensamientos maravillosos; tramas intrincadas y coloridas que albergaban todas las posibilidades de una existencia feliz: las hembras parían sin dolor, el trabajo no pesaba, los niños eran creativos y dóciles. Hombres, animales y plantas se hermanaban en una comunidad solidaria. Era el edén. Y como al paraíso no podía faltarle música, llegó una orquesta ambulante y  Megalí descubrió la cara del guitarrista, nacida en una mañana de lluvia. Era el varón soñado, y creyó reconocer el rostro del amor cuando las cuerdas más sutiles de su alma vibraron en el contrapunto de aquella guitarra. Sin embargo Maese Ferdinand y doña Estrella se miraron preocupados al comprobar que el molino había dejado de dar vueltas.
     -El amor no le es propicio- dijo la mujer.
     Megalí adquirió la fragilidad de una hoja y empezó a levitar. Su pecho se encendía de una dulce tibieza y la emociones más delicadas desalojaban al pensamiento generador. Maese Ferdinand tenía que actuar rápido para que Megalí pudiera recuperar la fuerza sin herir sus sentimientos. La solución no llegaba. Sólo una noticia casual, providencial -corrigió doña Estrella-, podía resolver el problema.
     Megalí salió de su arrobamiento cuando el músico y la guitarra se esfumaron tras una selección de virtuosos de la cuerda. En el primer  momento se sintió morir, pero no tenía la pasta de Eurídice: no lo buscaría ni en el cielo ni en el infierno. Su lugar estaba allí: en esa tierra, en esa aldea. Debía pensar, pensar mucho. Y como un árbol que retoña después de una poda salvaje, su imaginación comenzó a trazar laberintos, a urdir redes y encrucijadas a medida que la potencia retornaba, mientras el molino echaba a volar sus aspas en un torbellino que azotaba el viento.




martes, 1 de mayo de 2012

Mi radio lejana



Me gustaba quedarme sola y aprovechar el silencio de la noche para detectar la onda pirata, mientras Gringer se acicalaba con esmero.  Hacia las dos de la mañana podía percibir entre varias frecuencias una  descarga diferente que me hacía pensar en alguna emisora privada o en la radio de un barco de bandera extranjera, ya que a veces me llegaban sonidos ininteligibles que desembocaban en una voz clara leyendo tablas de mareas, alturas oceánicas o  informando sobre la pista de aterrizaje de algún aeródromo particular. A veces el trabajo resultaba monótono, pero me interesaba comunicarme con otros aficionados en un lenguaje cifrado que nos mantenía a salvo de posibles oyentes, aun que a esas horas resultaba dudoso que alguien se entretuviera en interpretar los códigos.
De vez en cuando se producían ruidos e interferencias y, con cierta regularidad, algunas descargas y bisbiseos que comenzaban a preocuparme,  pero no creía necesario alertar a los otros hasta estar bien segura, pues hubiese sido fatal comprobar a través de la risa de un compañero que mis sospechas procedían del mal funcionamiento del equipo. Sin embargo, el silbido se repetía invariablemente entre LU4EE/T y LU4EE/X,  duraba unos segundos y después de un intervalo retornaba con mayor intensidad. Había descartado la idea de una ilusión acústica y me fastidiaba la posibilidad de que aquel curioso estuviese oyendo nuestros mensajes sin darse a conocer. Era evidente que no quería incorporarse a nuestro grupo y como no podía localizarlo, debería finalmente franquearme a los demás.
Estaba sirviéndole un poco de leche a Gringer cuando los silbidos se acallaron repentinamente y después de unos minutos escuché aquella voz. Era suave y aunque los sonidos resultaban incomprensibles, el tono parecía imperioso. Recuerdo que –ni siquiera me resultó absurdo en aquellos momentos- le pregunté en español acerca de su frecuencia y amplitud de onda. No obtuve respuesta, los silbidos se repitieron idénticos hasta que finalmente cesaron y escuché la información de mareas con el boletín de la tres.
Durante el día pensaba si aquel aficionado volvería a comunicarse. Mi ansiedad demoraba las horas y al caer la noche tuve la seguridad de ser escuchada, ya que desde algún punto parecía que alguien esperaba que yo terminara mi interrogatorio para iniciar un mensaje intermitente con chistidos y vocalizaciones que no alcanzaba a interpretar. La situación se repetía por las noches y, subliminalmente, me parecía comprender sus señales en el mismo instante en que se comunicaba, pero apenas se interrumpían los sonidos, me olvidaba de todo, tal como ocurre ciertas veces al despertar en medio de la noche. Pasaron algunos meses de silencio, pero, al final de la primavera la voz me sorprendió dominando el idioma. Se llamaba Emeril y me hablaba desde una plataforma espacial. Había sido comisionado para investigar la atmósfera y estaba solo. A partir de ese momento, los encuentros se repitieron día tras día. No sé por qué tuve cierto temor de preguntarle si faltaba mucho para que su tiempo se cumpliese. Él y yo éramos parte de una conexión extraordinaria que merecía perdurar. Ilusiones y esperanzas iban y venían a través de aquel juego aéreo que vencía al tiempo y el espacio. Era como yo deseaba que fuese y lo imaginaba con diversas apariencias, más allá de lo humano, como si se tratara de un mutante que pudiese adaptarse a la imaginación más caprichosa.
Cuando la comunicación se interrumpió me sentí perdida, ahora era yo quien estaba tan aislada como él en este universo sin límites, muy lejos de aquel prodigio que había enlazado por azar a dos seres tan diferentes. Todo intento de búsqueda fracasaba. Se había marchado. Estaría viajando por el cosmos, explorando otros planetas, muy lejos de la tierra a la que lo había unido solamente la fragilidad de mi voz. 
Súbitamente el maullido insistente de Gringer me despertó de mis cavilaciones.  Quería salir y comenzó a curiosear con  insistencia  entre las matas del jardín. Algo nos deslumbró a los dos. Parecía un arbusto más, pero tenía brillo cósmico y creo que ahora está por florecer.




La Coleccionista

Para unas chicas tan pobres como Fernanda y yo, trabajar en el taller de la señora Celsa fue una grata sorpresa. Por eso, cuando la directora del Hogar de Huérfanas nos eligió por nuestras habilidades manuales, nos sentimos felices y hasta no parecía que las otras nos tenían envidia. Muchas veces desde la playa habíamos contemplado la casa señorial que dominaba los acantilados, pensando que sus moradores debían ser estancieros u otros miembros de la aristocracia porteña.
Pasada la temporada veraniega, nos atrevíamos a trepar por las rocas, cuando la celadora estaba distraída y espiábamos entre los setos de jazmín del cielo y las matas de hortensias, aquel parque imponente recorrido por una escalera de piedra que ascendía hasta la entrada principal.
En esa época confundíamos a las ayudantas con señoritas de abolengo, aunque nos extrañaran sus vestidos modestos que no estaban de acuerdo con nuestras inocentes conjeturas. Ni a Fernanda ni a mí se nos hubiera podido ocurrir en aquellos momentos que ese castillo legendario, erguido sobre el mar,  fuera sólo una fábrica de muñecas. Con frecuencia nos colábamos por una abertura del cerco y jugábamos en el jardín hasta que nos delataba algún perro y aparecía aquella horrible mujer que no podía ser la señora Celsa.
 Sin embargo lo era, y cuando ingresamos formalmente al taller como aprendizas, comenzó a resultarnos menos fea, tal vez por la amabilidad poco común que demostraba para que nos sintiéramos más cómodas. Teníamos sólo trece años y nos permitía inspeccionar toda la casa para que nos familiarizáramos con ella. Trabajábamos de tarde y veíamos poco a la servidumbre. La señora Celsa nos mostraba las habitaciones atestadas de cuadros y muebles, y a nosotras nos agradaba sobre todo el gobelino de la sala principal en cuya confección había colaborado nuestra patrona en su juventud.  Representaba escenas de jardín, y había niñas jugando al gallo ciego o meciéndose en grandes hamacas que pendían de los árboles. Pero el tesoro de esa casa eran sus muñecas. No había material que las sabias manos de la señora no conociera. Las hacía de terciopelo, de seda, de pasta con cara de porcelana y hasta de cristal. Sobre los estantes se amontonaban algunas con trajes típicos de todas las naciones y en el interior de las vitrinas se veían colecciones de otros tiempos con una tarjetita que indicaba su época y procedencia.
A la hora de la merienda nuestra anfitriona solía deleitarnos con helados de crema o tortas europeas. Entonces Fernanda y yo bajábamos los ojos avergonzadas por la falsa imagen que nos habíamos formado de esa mujer tan generosa que nos mimaba a diario, mientras nos enseñaba alegremente aquel oficio encantador.
Creo que el recuerdo de ese primer empleo hubiera  sido siempre uno de los mejores de mi vida, si Fernanda no se hubiera suicidado allí hace algunos meses. La felicidad suele hacernos egoístas, sobre todo cuando se trata de un amor compartido. Conocí a Hernán y un noviazgo relámpago que terminó en casamiento me alejaron de mi amiga y de la costa durante muchos años. Por sus cartas sabía que se había hecho cargo del taller y la imaginaba dichosa y rica como eran sus deseos. ¿Por qué había tomado una decisión  así una mujer como ella, tan ambiciosa y llena de energía? Había que descartar los romances frustrados, generalmente era Fernanda la que ponía fin a sus relaciones amorosas y las olvidaba enseguida, nunca la había visto realmente dominada por una pasión intensa. Era una chica práctica, y siempre cancelaba sus amoríos con la misma frase optimista:”No te preocupes, ya aparecerá el galán…”
Tal vez mis dudas no se hubiesen aclarado nunca si no hubiera leído por segunda vez la última carta de Fernanda. Estaba preocupada por las crisis depresivas de la señora Celsa. Iba a internarla en un sanatorio y me pedía que la acompañara por unos días. Recuerdo que en ese momento no acababa de reponerme de una quebradura en el brazo. La visitaría  más adelante para brindarle el afecto que necesitaba. Hasta pensé en la suerte que había tenido ya que la señora la nombraba su única heredera. Ni una ni otra tenían familia y aunque el taller no funcionaba más, la mansión debía valer una fortuna. La ausencia de noticias posteriores y un viaje de negocios de Hernán al interior me decidieron. Sentía un poco de culpa por no haber accedido de inmediato al deseo de un ser querido a quien ya no se puede complacer.
Frente a la casa tuve un extraño presentimiento. El pasto estaba crecido, y entre la maleza se levantaba el castillo taller como una morada de brujas. La puerta estaba clausurada y con candado, y me dirigí hacia la entrada secreta de otros tiempos a través del seto que daba al acantilado. Me angustiaba saber que Fernanda había caminado por esas mismas piedras hasta hacía muy poco. Quizá si yo hubiera ido a verla en aquella ocasión como me pedía, nada malo hubiera sucedido.
La casa vacía me produjo desasosiego. Los muebles se habían subastado como se leía en el cartel de la fachada. Sólo el inmenso gobelino estaba en su lugar haciendo más abrumadora la soledad y mi turbación.  El olor del ambiente cerrado era insoportable, me sentía  invadida por un extraño malestar, y no quise  permanecer más tiempo. Me alejé corriendo por la escalera a través del parque y comencé a bajar por las rocas hasta que tropecé con la  muñeca rubia de pana, una de las primeras que había hecho Fernanda en el taller, a la que le había puesto su propio pelo. Tenía un cordel oscuro, apretado alrededor del cuello: el cordel del deshabillé de la señora Celsa.

viernes, 27 de abril de 2012

Aurora



  

 -¿Es-¿Es todo?- preguntó la voz de la radio.
   -No alcanzo a ver más- contestó Federico.
   -¿Entonces es eso?
   -Voy a entrar en la estela de luz ahora...
   La noticia de que en plena región subtropical había aparecido el meteoro provocó curiosidad en el primer instante y desconcierto tiempo después. Tenía todas las características de una aurora austral, aunque la ubicación geográfica, el clima y las investigaciones científicas negaran el fenómeno. Varios compañeros de Federico habían sobrevolado la zona, pero el saldo resultaba siempre el mismo: “Luminosidad intensa y encandilamiento progresivo que obliga a cambiar el rumbo.”
   No faltaba por supuesto quien dijera que se trataba de platos voladores. Varias agencias internacionales lo aseguraban como un hecho y no tardaron en enviar a sus corresponsales para que registraran aquel prodigio con sus cámaras. Pero como todas las cosas terminan por olvidarse, después de varias semanas de observación sin que se produjesen cambios, el acontecimiento comenzó a perder interés, y los curiosos abandonaron el proyecto que quedó reducido a exploraciones de rutina.
   Federico echó una última mirada a la franja luminosa que resplandecía en el cielo e iba a accionar los comandos para el viraje, cuando el rostro se le impuso. Detrás del vidrio de la cabina frente a él, una bella mujer le sonreía. Pensó que estaba soñando y parpadeó varias veces, pero la imagen permanecía a su lado como si se tratara de un retrato en tres dimensiones, animado de expresión y movimiento. Consideró fríamente la posibilidad de perder el control de la nave y estrellarse en cualquier momento en algún lugar de América. Miró a su alrededor: todo estaba nimbado de luz, destellos y reflejos, una mano diáfana lo invitaba desde afuera, y Federico pensó que en su casa lo aguardaba la soledad.,
Cuando la brisa húmeda le empapó el rostro supo que estaba fuera de la cabina y se sintió
flotar entre ligerísimas nubes junto a la radiante silueta. Bosques de hielo y mares cristalinos
reflejaban a su alrededor los colores del espectro solar.

Todo parecía centellear y a la vez resultaba extrañamente placentero. Se sentía claro e ingrávido,  y se veía como si se observara en un espejo distante.

A lo lejos divisó el helicóptero, suspendido  sobre arcos de luz irisada. Estaba como hubiera deseado estar toda su vida:volando sin necesidad de comandos, hélices o turbinas, volando como un pájaro en el espacio sin límites, volando como el globo de la infancia en un viaje sin regreso.
Después de varios meses del supuesto accidente, cuando el resplandor fulgurante del cielo fue menguando, encontraron el helicóptero casi cubierto por cenizas volcánicas, Lo sorprendente fue que estaba intacto, pero no hallaron el menor rastro del piloto.