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martes, 1 de mayo de 2012
Mi radio lejana
Me gustaba quedarme sola y aprovechar el silencio de la noche para detectar la onda pirata, mientras Gringer se acicalaba con esmero. Hacia las dos de la mañana podía percibir entre varias frecuencias una descarga diferente que me hacía pensar en alguna emisora privada o en la radio de un barco de bandera extranjera, ya que a veces me llegaban sonidos ininteligibles que desembocaban en una voz clara leyendo tablas de mareas, alturas oceánicas o informando sobre la pista de aterrizaje de algún aeródromo particular. A veces el trabajo resultaba monótono, pero me interesaba comunicarme con otros aficionados en un lenguaje cifrado que nos mantenía a salvo de posibles oyentes, aun que a esas horas resultaba dudoso que alguien se entretuviera en interpretar los códigos.
De vez en cuando se producían ruidos e interferencias y, con cierta regularidad, algunas descargas y bisbiseos que comenzaban a preocuparme, pero no creía necesario alertar a los otros hasta estar bien segura, pues hubiese sido fatal comprobar a través de la risa de un compañero que mis sospechas procedían del mal funcionamiento del equipo. Sin embargo, el silbido se repetía invariablemente entre LU4EE/T y LU4EE/X, duraba unos segundos y después de un intervalo retornaba con mayor intensidad. Había descartado la idea de una ilusión acústica y me fastidiaba la posibilidad de que aquel curioso estuviese oyendo nuestros mensajes sin darse a conocer. Era evidente que no quería incorporarse a nuestro grupo y como no podía localizarlo, debería finalmente franquearme a los demás.
Estaba sirviéndole un poco de leche a Gringer cuando los silbidos se acallaron repentinamente y después de unos minutos escuché aquella voz. Era suave y aunque los sonidos resultaban incomprensibles, el tono parecía imperioso. Recuerdo que –ni siquiera me resultó absurdo en aquellos momentos- le pregunté en español acerca de su frecuencia y amplitud de onda. No obtuve respuesta, los silbidos se repitieron idénticos hasta que finalmente cesaron y escuché la información de mareas con el boletín de la tres.
Durante el día pensaba si aquel aficionado volvería a comunicarse. Mi ansiedad demoraba las horas y al caer la noche tuve la seguridad de ser escuchada, ya que desde algún punto parecía que alguien esperaba que yo terminara mi interrogatorio para iniciar un mensaje intermitente con chistidos y vocalizaciones que no alcanzaba a interpretar. La situación se repetía por las noches y, subliminalmente, me parecía comprender sus señales en el mismo instante en que se comunicaba, pero apenas se interrumpían los sonidos, me olvidaba de todo, tal como ocurre ciertas veces al despertar en medio de la noche. Pasaron algunos meses de silencio, pero, al final de la primavera la voz me sorprendió dominando el idioma. Se llamaba Emeril y me hablaba desde una plataforma espacial. Había sido comisionado para investigar la atmósfera y estaba solo. A partir de ese momento, los encuentros se repitieron día tras día. No sé por qué tuve cierto temor de preguntarle si faltaba mucho para que su tiempo se cumpliese. Él y yo éramos parte de una conexión extraordinaria que merecía perdurar. Ilusiones y esperanzas iban y venían a través de aquel juego aéreo que vencía al tiempo y el espacio. Era como yo deseaba que fuese y lo imaginaba con diversas apariencias, más allá de lo humano, como si se tratara de un mutante que pudiese adaptarse a la imaginación más caprichosa.
Cuando la comunicación se interrumpió me sentí perdida, ahora era yo quien estaba tan aislada como él en este universo sin límites, muy lejos de aquel prodigio que había enlazado por azar a dos seres tan diferentes. Todo intento de búsqueda fracasaba. Se había marchado. Estaría viajando por el cosmos, explorando otros planetas, muy lejos de la tierra a la que lo había unido solamente la fragilidad de mi voz.
Súbitamente el maullido insistente de Gringer me despertó de mis cavilaciones. Quería salir y comenzó a curiosear con insistencia entre las matas del jardín. Algo nos deslumbró a los dos. Parecía un arbusto más, pero tenía brillo cósmico y creo que ahora está por florecer.
La Coleccionista
Para unas chicas tan pobres como Fernanda y yo, trabajar en
el taller de la señora Celsa fue una grata sorpresa. Por eso, cuando la directora
del Hogar de Huérfanas nos eligió por nuestras habilidades manuales, nos sentimos felices y
hasta no parecía que las otras nos tenían envidia. Muchas veces desde la playa
habíamos contemplado la casa señorial que dominaba los acantilados, pensando
que sus moradores debían ser estancieros u otros miembros de la aristocracia
porteña.
Pasada la temporada veraniega, nos atrevíamos a trepar por
las rocas, cuando la celadora estaba distraída y espiábamos entre los setos de
jazmín del cielo y las matas de hortensias, aquel parque imponente recorrido
por una escalera de piedra que ascendía hasta la entrada principal.
En esa época confundíamos a las ayudantas con señoritas de
abolengo, aunque nos extrañaran sus vestidos modestos que no estaban de acuerdo
con nuestras inocentes conjeturas. Ni a Fernanda ni a mí se nos hubiera podido
ocurrir en aquellos momentos que ese
castillo legendario, erguido sobre el mar, fuera sólo una fábrica de muñecas.
Con frecuencia nos colábamos por una abertura del cerco y jugábamos en el
jardín hasta que nos delataba algún perro y aparecía aquella horrible mujer que
no podía ser la señora Celsa.
Sin embargo lo era, y
cuando ingresamos formalmente al taller como aprendizas, comenzó a resultarnos
menos fea, tal vez por la amabilidad poco común que demostraba para que nos
sintiéramos más cómodas. Teníamos sólo
trece años y nos permitía inspeccionar toda la casa para que nos
familiarizáramos con ella. Trabajábamos de tarde y veíamos poco a la
servidumbre. La señora Celsa nos mostraba las habitaciones atestadas de cuadros y
muebles, y a nosotras nos agradaba sobre todo el gobelino de la sala principal
en cuya confección había colaborado nuestra patrona en su juventud. Representaba escenas de jardín, y había niñas
jugando al gallo ciego o meciéndose en grandes hamacas que pendían de los
árboles. Pero el tesoro de esa casa eran sus muñecas. No había material que las
sabias manos de la señora no conociera. Las hacía de terciopelo, de seda,
de pasta con cara de porcelana y hasta de cristal. Sobre los estantes se
amontonaban algunas con trajes típicos de todas las naciones y en el interior
de las vitrinas se veían colecciones de otros tiempos con una tarjetita que
indicaba su época y procedencia.
A la hora de la merienda nuestra anfitriona solía
deleitarnos con helados de crema o tortas europeas. Entonces Fernanda y yo
bajábamos los ojos avergonzadas por la falsa imagen que nos habíamos formado de
esa mujer tan generosa que nos mimaba a diario, mientras nos enseñaba
alegremente aquel oficio encantador.
Creo que el recuerdo de ese primer empleo hubiera sido siempre uno de los mejores de mi vida, si
Fernanda no se hubiera suicidado allí hace algunos meses. La felicidad suele
hacernos egoístas, sobre todo cuando se trata de un amor compartido. Conocí a
Hernán y un noviazgo relámpago que terminó en casamiento me alejaron de mi amiga y de la costa durante muchos años. Por sus cartas sabía que se
había hecho cargo del taller y la imaginaba dichosa y rica como eran sus
deseos. ¿Por qué había tomado una decisión
así una mujer como ella, tan ambiciosa y llena de energía? Había que
descartar los romances frustrados, generalmente era Fernanda la que ponía fin a
sus relaciones amorosas y las olvidaba enseguida, nunca la había visto
realmente dominada por una pasión intensa. Era una chica práctica, y siempre cancelaba sus
amoríos con la misma frase optimista:”No te preocupes, ya aparecerá el galán…”
Tal vez mis dudas no se hubiesen aclarado nunca si no hubiera leído por segunda vez la última carta de Fernanda. Estaba preocupada por las crisis depresivas de la señora Celsa. Iba a internarla en un sanatorio y me pedía que la acompañara por unos días. Recuerdo que en ese momento no acababa de reponerme de una quebradura en el brazo. La visitaría más adelante para brindarle el afecto que necesitaba. Hasta pensé en la suerte que había tenido ya que la señora la nombraba su única heredera. Ni una ni otra tenían familia y aunque el taller no funcionaba más, la mansión debía valer una fortuna. La ausencia de noticias posteriores y un viaje de negocios de Hernán al interior me decidieron. Sentía un poco de culpa por no haber accedido de inmediato al deseo de un ser querido a quien ya no se puede complacer.
Tal vez mis dudas no se hubiesen aclarado nunca si no hubiera leído por segunda vez la última carta de Fernanda. Estaba preocupada por las crisis depresivas de la señora Celsa. Iba a internarla en un sanatorio y me pedía que la acompañara por unos días. Recuerdo que en ese momento no acababa de reponerme de una quebradura en el brazo. La visitaría más adelante para brindarle el afecto que necesitaba. Hasta pensé en la suerte que había tenido ya que la señora la nombraba su única heredera. Ni una ni otra tenían familia y aunque el taller no funcionaba más, la mansión debía valer una fortuna. La ausencia de noticias posteriores y un viaje de negocios de Hernán al interior me decidieron. Sentía un poco de culpa por no haber accedido de inmediato al deseo de un ser querido a quien ya no se puede complacer.
Frente a la casa tuve un extraño presentimiento. El pasto
estaba crecido, y entre la maleza se levantaba el castillo taller como una
morada de brujas. La puerta estaba clausurada y con candado, y me dirigí hacia
la entrada secreta de otros tiempos a través del seto que daba al acantilado.
Me angustiaba saber que Fernanda había caminado por esas mismas piedras hasta
hacía muy poco. Quizá si yo hubiera ido a verla en aquella ocasión como me
pedía, nada malo hubiera sucedido.
La casa vacía me produjo desasosiego. Los muebles se habían
subastado como se leía en el cartel de la fachada. Sólo el inmenso gobelino
estaba en su lugar haciendo más abrumadora la soledad y mi turbación. El olor del ambiente cerrado era insoportable, me sentía invadida por un extraño malestar, y no quise permanecer más tiempo. Me alejé corriendo por
la escalera a través del parque y comencé a bajar por las rocas hasta que
tropecé con la muñeca rubia de pana, una
de las primeras que había hecho Fernanda en el taller, a la que le había puesto
su propio pelo. Tenía un cordel oscuro, apretado alrededor del cuello: el
cordel del deshabillé de la señora Celsa.
viernes, 27 de abril de 2012
Aurora
-¿Es-¿Es todo?- preguntó la voz de la radio.
-No alcanzo a ver más- contestó Federico.
-¿Entonces es eso?
-Voy a entrar en la estela de luz ahora...
La noticia de que en plena región subtropical había aparecido el meteoro provocó curiosidad en el primer instante y desconcierto tiempo después. Tenía todas las características de una aurora austral, aunque la ubicación geográfica, el clima y las investigaciones científicas negaran el fenómeno. Varios compañeros de Federico habían sobrevolado la zona, pero el saldo resultaba siempre el mismo: “Luminosidad intensa y encandilamiento progresivo que obliga a cambiar el rumbo.”
No faltaba por supuesto quien dijera que se trataba de platos voladores. Varias agencias internacionales lo aseguraban como un hecho y no tardaron en enviar a sus corresponsales para que registraran aquel prodigio con sus cámaras. Pero como todas las cosas terminan por olvidarse, después de varias semanas de observación sin que se produjesen cambios, el acontecimiento comenzó a perder interés, y los curiosos abandonaron el proyecto que quedó reducido a exploraciones de rutina.
Federico echó una última mirada a la franja luminosa que resplandecía en el cielo e iba a accionar los comandos para el viraje, cuando el rostro se le impuso. Detrás del vidrio de la cabina frente a él, una bella mujer le sonreía. Pensó que estaba soñando y parpadeó varias veces, pero la imagen permanecía a su lado como si se tratara de un retrato en tres dimensiones, animado de expresión y movimiento. Consideró fríamente la posibilidad de perder el control de la nave y estrellarse en cualquier momento en algún lugar de América. Miró a su alrededor: todo estaba nimbado de luz, destellos y reflejos, una mano diáfana lo invitaba desde afuera, y Federico pensó que en su casa lo aguardaba la soledad.,
Cuando la brisa húmeda le empapó el rostro supo que estaba fuera de la cabina y se sintió
flotar entre ligerísimas nubes junto a la radiante silueta. Bosques de hielo y mares cristalinos
reflejaban a su alrededor los colores del espectro solar.
No faltaba por supuesto quien dijera que se trataba de platos voladores. Varias agencias internacionales lo aseguraban como un hecho y no tardaron en enviar a sus corresponsales para que registraran aquel prodigio con sus cámaras. Pero como todas las cosas terminan por olvidarse, después de varias semanas de observación sin que se produjesen cambios, el acontecimiento comenzó a perder interés, y los curiosos abandonaron el proyecto que quedó reducido a exploraciones de rutina.
Federico echó una última mirada a la franja luminosa que resplandecía en el cielo e iba a accionar los comandos para el viraje, cuando el rostro se le impuso. Detrás del vidrio de la cabina frente a él, una bella mujer le sonreía. Pensó que estaba soñando y parpadeó varias veces, pero la imagen permanecía a su lado como si se tratara de un retrato en tres dimensiones, animado de expresión y movimiento. Consideró fríamente la posibilidad de perder el control de la nave y estrellarse en cualquier momento en algún lugar de América. Miró a su alrededor: todo estaba nimbado de luz, destellos y reflejos, una mano diáfana lo invitaba desde afuera, y Federico pensó que en su casa lo aguardaba la soledad.,
Cuando la brisa húmeda le empapó el rostro supo que estaba fuera de la cabina y se sintió
flotar entre ligerísimas nubes junto a la radiante silueta. Bosques de hielo y mares cristalinos
reflejaban a su alrededor los colores del espectro solar.
Todo parecía centellear y a la vez resultaba extrañamente
placentero. Se sentía claro e ingrávido,
y se veía como si se observara en un espejo distante.
Después de varios meses del supuesto accidente, cuando el
resplandor fulgurante del cielo fue menguando, encontraron el helicóptero casi
cubierto por cenizas volcánicas, Lo sorprendente fue que estaba intacto, pero
no hallaron el menor rastro del piloto.
A lo lejos divisó el helicóptero, suspendido sobre arcos de luz irisada. Estaba como
hubiera deseado estar toda su vida:volando sin necesidad de comandos, hélices o
turbinas, volando como un pájaro en el espacio sin límites, volando como el globo
de la infancia en un viaje sin regreso.
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