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lunes, 11 de julio de 2011

Un paseador de perros




En el barrio lo conocían por “El paseador de perros”, pero nosotros sabíamos que se llamaba Martín y era de Santa Fe. Habíamos sido compañeros hasta mediados de quinto año, hasta que un día no apareció más por el colegio.
   Nadie sabía qué le había ocurrido, porque tenía buenas notas y era la estrella del equipo de fútbol. Por eso, el primero que preguntó por él fue el profesor de Educación Física, ya que pronto empezarían los torneos zonales, y todos estábamos preocupados por la ausencia de nuestro capitán: era un gran goleador y bien simpático; sin embargo, no teníamos ni siquiera el teléfono porque se había mudado hacía muy poco, aunque nos había contado que vivía cerca del río.
   Cuando la preceptora trajo la noticia de que había conseguido la dirección, aplaudimos entusiasmados y luego ella nos preguntó si alguien podía avisarle que el director quería que se reincorporara cuanto antes. Fuimos varios los que nos ofrecimos a llevarle la planilla, y la suerte quiso que me tocara a mí el papel de mensajero.
No había otra forma de llegar que en bicicleta y anduve pedaleando un buen trecho hasta que descubrí el alambrado que dejaba entrever en los fondos una modesta vivienda de material. Me quedé unos minutos esperando que apareciera alguien, sin embargo, a pesar de golpear repetidas veces las manos, sólo un gato blanco salió a recibirme. Di varias vueltas a la manzana y estuve tentado de preguntar por él a algún vecino; entonces me acerqué a unos chicos que jugaban a la pelota, quienes me dijeron que no lo conocían; ellos vivían a  dos cuadras y jugaban en esa calle porque era de tierra y pasaban pocos coches.
    Nada me quedaba por hacer allí, monté de nuevo en la bici y empecé a correr hasta la veterinaria del Bajo, seguramente allí debían saber algo de un chico que paseaba perros. A pesar de mi apuro, tuve que detenerme frente a la barrera, llegaba un tren de carga y esperé impaciente hasta que pasara el último vagón. Fue entonces cuando lo vi, precedido por varios labradores, dos  ovejeros y otros alegres pichichos. Martín sostenía con firmeza los arreos de colores entre la fiesta de ladridos que saludaban al convoy que se perdía a lo lejos.
Al reconocerme abrió exageradamente los ojos con su expresión habitual de eterna sorpresa o más bien de búsqueda permanente de algo que está mucho más allá de la mirada. Lo acusé bromeando de hacerse la rata, aunque presentía que detrás de sus ausencias había algo importante que las justificaba con creces. Y no me equivocaba, pues sin dejar de sonreír, me contó que no podía ir al cole pues estaba trabajando mucho.
 Caminamos juntos un rato, él adelante, tironeando de las correas, y yo algo más atrás, sosteniendo la bici por el manubrio. Recorrimos las callecitas próximas al río, devolviendo algunas mascotas en mansiones señoriales, luego subimos hasta la zona comercial y tocamos el portero eléctrico en varios edificios de departamentos. Una vez que terminamos la entrega, le propuse que tomáramos algo fresco en el kiosco que está frente a las vías, pero no me dejó invitarlo, porque era él quien tenía plata y no yo; ahora podía contar con el dinero que le daban por pasear los perros, pues además trabajaba de noche en el mercado, donde le pagaban el doble y eso se lo daba a la madre.
Acompañamos las gaseosas con un paquete de papas fritas y nos sentamos en el terraplén, frente al descampado que está detrás de los rieles, donde el padre nos enseñaba a remontar barriletes cinco años atrás, ahora ya no podía correr mucho, lo habían operado del corazón y estaba internado en el Favaloro. ¡Claro, cómo iba a estudiar Martín si había tenido que reemplazarlo!, porque los camiones se descargaban de noche y apenas podía dormir unas horas, mientras la madre cuidaba al enfermo y los hermanitos se quedaban con la abuela, pero todo se arreglaría pronto y ya estaban más tranquilos en la casa con los jornales que aportaba, aunque a él le gustaba más pasear mascotas: “Sabés, me dijo, a veces sueño que los perros echan a correr y empezamos a volar entre las nubes…”
-Como si viajaras en el trineo de Papá Noel- le contesté y festejó mi ocurrencia. Entonces le recordé  que una vez habíamos ido al Aeroparque a recibir a mis tíos que venían de Mar del Plata y mientras esperábamos mirando las pistas, me había confesado que su sueño era ser aviador; “Por eso, insistí, tenés que seguir estudiando para poder cumplirlo…” Por un momento miró el cielo y sonrió moviendo la cabeza:” -Claro, pero es una carrera costosa, Pablo, si yo pudiera…”Me fui con su promesa de volver a la escuela al día siguiente, pero no apareció, aunque le mandamos una carta firmada por el director.
Después, durante la primavera, me crucé con él una o dos veces por la calle y repetimos el paseo, aunque en esas ocasiones sólo le pregunté por el padre, que seguía internado mejorando lentamente. Entonces le conté que muchos chicos hablaban en la escuela de su trabajo de paseador y querían imitarlo, pero no se animaban.
Por fin llegó diciembre con los bailes, las chicas y mis propios sueños que se cumplieron plenamente en el inolvidable viaje de egresados, que fue feliz, completamente feliz, cuando al salir del agua lo descubrieron mis prismáticos y llamé emocionado a mis compañeros que nadaban en el río San Antonio.
Allí estaba Martín, bien arriba, volando en un parapente sobre mi cabeza. Seguramente no me distinguiría entre tantas iguales… Era él, sin duda,  era él… Un alumno de otro grupo lo señaló como el instructor de vuelo que trabajaba en una agencia de turismo de aventura.
 Sí, allí estaba Martín cumpliendo su gran sueño, sobre las sierras con todo el cielo para él, subiendo hacia el azul hasta que el ocaso tiñera de rosa el horizonte en su gran viaje por las nubes como un ángel con alas de colores, bien arriba sobre su hamaca mecida por los vientos, mirando hacia abajo desde su planeador, bien arriba, Martín, sobre nosotros, los muñequitos, sobre las casas diminutas, sobre los árboles en miniatura, un mundo de juguete bajo el soplo caprichoso de las corrientes de aire y al caer la noche, bajaría despacio, lentamente, inclinando todo su cuerpo hacia delante, ebrio de cielo y de sol, hasta pisar la tierra, libre, pleno de luz, para echar a correr colina abajo con mil estrellas a la espalda hasta que su mágica vela se abriera lánguida, suavemente, como una bella flor sobre los campos.

  






domingo, 12 de junio de 2011

El artículo el delante de a ha tónicas.


La anteposición del artículo "el" y el indefinido "un" delante de sustantivos femeninos que empiezan por
a / ha tónicas (con acento prosódico u ortográfico) no produce cambio de género, pues proceden de los femeninos latinos illam (> ell> el(a)), unam (> un(a)).
Por ello, hay que hablar de dos clases de formas( el, un)
masculinas (el coche, un coche),
y femeninas (el alma, un alma).
Interesa aclarar el segundo caso, es decir, cuando anteceden a las formas femeninas del sustantivo:
El agua clara, el acta examinadora, el águila guerrera, el aula magna ,el hada madrina, el hacha filosa, etc.
En los plurales se ve claramente el género femenino:
Las aguas claras, las actas examinadoras, las águilas guerreras, las hadas madrinas, las hachas filosas, etc.
Y con el indefinido un:
Un alma dichosa, un hada madrina /unas almas dichosas, unas hadas madrinas.

Son excepciones: La a, la hache (letras), La Haya (Sustantivo propio de ciudad).

Se preferirá la forma apocopada del indefinido"cualquier" delante de sustantivo masculino o femenino: cualquier hombre, cualquier cosa...
Igualmente con sustantivos que empiezan con a / ha tónicas:
cualquier alma inocente, cualquier hada benéfica,
la forma plena va después de sustantivo
cualquier aula / un alma cualquiera...

Los indefinidos alguna y ninguna pueden adoptar en estos casos las formas apocopadas (algún alma, ningún alma).
o mantener las formas plenas (alguna alma, ninguna alma).

Con cualquier otro adjetivo que los modifique antes o después ya sea demostrativo, posesivo, calificativo o numeral con variación genérica, se preferirá la forma en A. Esa hacha filosa (agua, asa, aula ...)
Esta aula cerrada
Aquella asa esmaltada (agua, hacha, aula ...)
Toda alma equivocada (agua, hacha, asa, aula ...)
Poca hambre nocturna, mucha hambre canina
Primera aula argentina, tercera aula francesa
Fresca agua clara, bella águila nocturna

Si el acento prosódico u ortográfico recae en la vocal de la segunda sílaba el artículo será “la”
La arena dorada, la harina blanca, la anémona acuática, etc

El sustantivo arte es un caso especial; pues en singular es masculino
y en plural es femenino: el arte gótico - las artes góticas
(1) Se admite la concordancia “Arte Poética” porque responde a títulos de libros del poeta latino Horacio y del escritor francés Boileau.
Delante de adjetivos femeninos se mantiene la forma 'la' del artículo: La agria discusión, la áspera respuesta, la árida llanura