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viernes, 27 de abril de 2012

Aurora



  

 -¿Es-¿Es todo?- preguntó la voz de la radio.
   -No alcanzo a ver más- contestó Federico.
   -¿Entonces es eso?
   -Voy a entrar en la estela de luz ahora...
   La noticia de que en plena región subtropical había aparecido el meteoro provocó curiosidad en el primer instante y desconcierto tiempo después. Tenía todas las características de una aurora austral, aunque la ubicación geográfica, el clima y las investigaciones científicas negaran el fenómeno. Varios compañeros de Federico habían sobrevolado la zona, pero el saldo resultaba siempre el mismo: “Luminosidad intensa y encandilamiento progresivo que obliga a cambiar el rumbo.”
   No faltaba por supuesto quien dijera que se trataba de platos voladores. Varias agencias internacionales lo aseguraban como un hecho y no tardaron en enviar a sus corresponsales para que registraran aquel prodigio con sus cámaras. Pero como todas las cosas terminan por olvidarse, después de varias semanas de observación sin que se produjesen cambios, el acontecimiento comenzó a perder interés, y los curiosos abandonaron el proyecto que quedó reducido a exploraciones de rutina.
   Federico echó una última mirada a la franja luminosa que resplandecía en el cielo e iba a accionar los comandos para el viraje, cuando el rostro se le impuso. Detrás del vidrio de la cabina frente a él, una bella mujer le sonreía. Pensó que estaba soñando y parpadeó varias veces, pero la imagen permanecía a su lado como si se tratara de un retrato en tres dimensiones, animado de expresión y movimiento. Consideró fríamente la posibilidad de perder el control de la nave y estrellarse en cualquier momento en algún lugar de América. Miró a su alrededor: todo estaba nimbado de luz, destellos y reflejos, una mano diáfana lo invitaba desde afuera, y Federico pensó que en su casa lo aguardaba la soledad.,
Cuando la brisa húmeda le empapó el rostro supo que estaba fuera de la cabina y se sintió
flotar entre ligerísimas nubes junto a la radiante silueta. Bosques de hielo y mares cristalinos
reflejaban a su alrededor los colores del espectro solar.

Todo parecía centellear y a la vez resultaba extrañamente placentero. Se sentía claro e ingrávido,  y se veía como si se observara en un espejo distante.

A lo lejos divisó el helicóptero, suspendido  sobre arcos de luz irisada. Estaba como hubiera deseado estar toda su vida:volando sin necesidad de comandos, hélices o turbinas, volando como un pájaro en el espacio sin límites, volando como el globo de la infancia en un viaje sin regreso.
Después de varios meses del supuesto accidente, cuando el resplandor fulgurante del cielo fue menguando, encontraron el helicóptero casi cubierto por cenizas volcánicas, Lo sorprendente fue que estaba intacto, pero no hallaron el menor rastro del piloto.



miércoles, 25 de abril de 2012

Los mellizos de Nazca



-Son tan altos que parecen árboles- le dice C’hayña a su gemelo-, mientras avanzan sobre el lomo de las vicuñas, que de tanto en tanto se detienen y protestan caprichosas porque el paseo se prolonga demasiado esa tarde. Tienen once o doce años y habitan el valle de Palpa, lejos del río y de la aldea en un paraje hundido en la desolación. Criados en libertad, comparten con los fantasmas de la llanura las oquedades de  los peñascos que les sirven de escondite, y sus voces se vuelcan en el caracol del viento, que las propaga por los desfiladeros de los Andes o las dispersa entre las hojas hacia el corazón de la selva. Sin embargo,  para esos niños el mundo termina donde comienza el pueblo que parece estar cada vez más lejos de las huellas de los animales, pues se vuelven cada día más sedentarios.
A la madre no quieren molestarla mucho, pues saben perfectamente que tiene que robarle horas al sueño para aflojar la dureza de ese suelo mezquino que la escasez de lluvia amenaza con transformar en un desierto. Vive doblada sobre la tierra, ingeniándose como puede hasta alcanzar las napas de agua que le permitan el riego de su huerto, que por milagro florece para el sustento de los tres. Del padre sólo recuerdan que se marchó una mañana cualquiera, cada vez más distante, y ahí han quedado ellos con la esperanza de un regreso que se posterga indefinidamente y la urgencia de sobrevivir, hostigados por la impiedad del clima y la aspereza de esa región a quien el mundo ha olvidado.
 C’hayña y Yuyo se ocupan de los animales que se han vuelto tan ariscos como la tierra. Hasta hace algunos años llegaban hasta el caserío y podían jugar con los chicos de ponchos de colores que pintan vasijas con asas de dos cabezas. Ahora sólo pueden recrearse con el recuerdo de esas imágenes pintorescas que se van esfumando entre las nubes de polvo de ese paisaje sin matices.
Pero C’hayña los ha visto: son azules o verdes como los árboles del monte que está junto al río y tienen alas.  Y Yuyo no puede creer por el temor de que todo eso sea una fantasía  de su hermana como aquel día en que tembló la tierra, cuando le dijo que había descendido el disco del sol  detrás de las distantes colinas, que tenía una boca inmensa, que por sus dientes bajaban los gigantes de luz sobre el horizonte. Él la siguió a todas partes, y no hallaron nada. Al regresar la madre estaba muy triste porque la acequia, aquel prodigio de la ingeniería casera se había desmoronado y hubo que empezar otra vez. Yuyo quiere olvidar los días en que compartían el hambre con los animales: hubiera comido pasto si lo hubiese encontrado, pero hasta el pasto ralea en aquel llano y las vicuñas son sagradas, pues representan la única esperanza de contacto con la civilización.  C’hayña sueña despierta para distraer su propia melancolía, eso es todo.
   El terreno comienza a ondular y se hace más escarpado, las bestias se detienen bruscamente como siempre que llegan hasta allí, se encaprichan,  no quieren avanzar por la lomada y retroceden con desconfianza. ¡Qué indóciles, qué viejas están! Yuyo desmonta y se adelanta intrigado, trepando con agilidad por los riscos y las salientes afiladas, entonces los ve: son muchos, tienen la transparencia del hielo de las cumbres andinas, pero parecen muy fuertes: vuelan de aquí para allá, acarreando piedras enormes que colocan en distintos lugares de la llanura. ¿Para qué? C’hayña aprieta el brazo de su hermano, tiembla y ríe con nerviosismo. Son muy hermosos los fantasmas verdes y parecen árboles con alas de mariposas. Yuyo abandona su escondite y echa a correr hacia ellos, y la niña sin titubear imita su carrera.
Sobre las espaldas de los seres de otra galaxia conocen lo que el mundo no sabrá nunca. Marcan con mojones las rutas entre las estrellas y contornos de asterismos secretos se dibujan sobre los sedientos arenales, mientras una madre india riega pacientemente la tierra sin imaginar que sus hijos vuelan con aquellas águilas que se ven a lo lejos. Allá van los valientes mellizos de Nazca,  cruzando velozmente ese olvidado cielo con sus exóticos amigos,  ignorando que son los únicos testigos y actores de un extraño juego sideral, tal vez un mapa cósmico, un mensaje interplanetario y seguramente un  auténtico enigma para las futuras generaciones.








domingo, 22 de abril de 2012

Mensajes del Más Allá




Tus alumnos se han quedado perplejos, Vicky, cuando cambiaste intempestivamente el 
hilo del discurso. Un catálogo de Botánica, abierto en plena conferencia de Antropología es un hecho fuera de lo común, pero como la clase está por terminar, nadie se atreve a interrumpirte y concluyes tu tarea con naturalidad, aunque has desalojado sin miramientos de tu exposición varios pueblos amerindios que te envían señales de humo desde el fondo del programa. Sales del aula bajo la complicidad de los murmullos y sientes como flechas las miradas que te siguen por el pasillo. Sin embargo no te molestan porque estás contenta, a pesar de que desconoces el motivo. Todavía ignoras que el titular de la cátedra se ha enterado esta mañana de que esa irregularidad se repite con frecuencia desde hace algunos meses y con mucha discreción, porque no quiere fastidiarte ni intervenir directamente en el asunto, ha delegado esa responsabilidad en Estefanía, a la que te unen las relaciones de trabajo y una amistad de muchos años.
No te sorprende lo que te dice; ya lo has notado en otras oportunidades. Es verdad, pero no te das cuenta: una voz habita en ti e impone las palabras, es otra voluntad la que decide tus actos y provoca esa dispersión. Todo esto comenzó el día en que encontraste los fósiles de la tortuga. Sonríes ante la sorpresa de Estefanía que hace un gesto teatral: ¿Acaso, Vicky, desvarías? ¿Qué pasa con la tortuga? Entonces le cuentas tu experiencia en  el cementerio de caracoles, sobre esa playa que no tiene acceso a los turistas donde  descubriste el caparazón con la imagen de un dios vegetal. Describes los abanicos de hojas, la fronda y el tronco de un árbol que invaden un rostro y un cuerpo de hombre.  Estefanía  te ha escuchado atentamente, aunque de a ratos mira su reloj, el tiempo la abruma, pues su hija sale a las cinco del jardín de infantes, no puede demorarse mucho más:¿la perdonas?, ahora no es como antes cuando estudiaban juntas… No obstante, escucha con paciencia hasta el final la anécdota de los pescadores que se burlaban de tu excesivo interés: los restos óseos abundan en la playa, son regalos del mar. 
Estefanía te ha recomendado que veas a la bahiana. Es una experta en mitos y podrá asesorarte en lo que quieras. Después le contarás en la facultad…  Buscas a Charo por la rambla, en el verano atiende uno de los barcitos de la costa. Ahora –te cuenta ella- está de vacaciones, pero notas que en realidad es la época en que más trabaja. Mucha gente la visita, y puede estudiar en el rostro de cada consultante los misterios de la secta en la que oficia como medium. Te distraes con las contorsiones de la adivina en el centro de una ronda de mujeres vestidas de blanco. Un mundo distinto del tuyo, animado por presencias y duendes invisibles te invade desde el frenesí de los tambores. ¿Qué haces allí? Sientes cierta inquietud ante el delirio de los que bailan y rechazas las vibraciones telúricas. Desentonas en ese universo mágico que no armoniza con tu rigor intelectual. Tanto racionalismo es un escollo para las fuerzas  extrañas que te rodean y quieren expulsarte del  lugar porque las estorbas desde tus anteojos y el  prolijo peinado con hebillas. Sientes que te golpean, que urden venganzas en las sombras o maquinan trampas contra tu pensamiento objetivo.
Quieres escaparte, pues te sientes turbada  por la emoción  desbordante de la gente frente a los retratos de sus seres queridos. Charo mira las fotos, baraja los naipes y echa suertes con tejos de hueso, trazando curiosas geometrías que atrapan tu razonamiento. Te acercas a la puerta, pero la mujer te ataja con una sonrisa en el  preciso momento de la fuga y te invita a entrar.
Paseas la vista por el bar desmantelado, mejor dicho equipado como vivienda-consultorio y esperas un rato algo distraída hasta que la mano de la vidente se posa suavemente sobre tu hombro, y casi sin darte cuenta le entregas el bolso con el caparazón. Charo se aleja unos pasos y lo expone ante la llama de un mechero donde se queman resinas perfumadas. Y ahora oyes tu propia voz como si fuera de otra, cuando te atreves a contarle  todo a la bahiana: sí, vives sola  porque temes aferrarte a los afectos, claro, la libertad es importante, pero también encierra soledad. Las preguntas de  Charo te confunden… ¿Una dura imposición de  la vida? No, te defiendes, estás conforme así… Pero te sientes tensa y para relajarte comienzas a observar los detalles de la vivienda. Pocos muebles, poca luz… Alguien entra con un espejo esférico que te parece un mapamundi. Charo lo hace girar delante de ti y sientes un profundo estremecimiento al descubrir al numen vegetal en el fondo de tu rostro. Un truco –piensas, no muy convencida- seguramente por efectos de la penumbra, aunque el caparazón está  demasiado lejos, sobre un estante cerca del hornillo. Charo se levanta y te dice que la consulta ha terminado, y que no debes inquietarte, estás bajo la tutela de un dios protector.
La voz de Estefanía del otro lado del teléfono tiene un dejo de burla: ¿Te estarás transformando en planta?  Y piensas de inmediato  que quieres olvidarte de todo menos de tus helechos, han crecido mucho en los últimos meses… Si estuviera Claudio le preguntarías… ¡Sabía tanto sobre esas especies!… ¿No sería mejor desprenderse del fósil? Ya encontrarás la forma de salir adelante. Tu mismo destino te ha enseñado a ser fuerte… Tapas el caparazón con un pañuelo, hoy no quieres soñar con el dios. Desde hace un tiempo tus noches son iguales: cierras los ojos y te ves en el interior de una cabaña que se apoya en la copa de un árbol como otro nido más. El numen te visita en sueños, hasta percibes su fragancia vegetal como si te hubieras dormido con una pastilla de menta. Piensas en Estefanía que duerme plácidamente y en Charo que te espía desde ese mundo onírico que te resistes a aceptar. No tienes otra alternativa que recurrir a ella; te vistes apresuradamente y la encuentras despierta mirando su castillo de naipes y espejos mágicos.
Ni siquiera se sorprende con tu llegada. Elogia tu cabello alborotado y admites que estás más sugestiva con el pelo suelto y sin los lentes. Pero no has ido allí a  escuchar elogios, ya te han mareado con piropos en la calle. Necesitas liberarte del dios, su presencia cambia tus hábitos, interrumpe tu soledad. Charo se encoge de hombros y te aconseja que no te desprendas del caparazón: es tu talismán y te protege.
Resuelves descartar a Charo definitivamente. Por la mañana entras en una iglesia y te confiesas. El sacerdote se sorprende por tu inquietud. A él le encantaría soñar con plantas, son tan necesarios los espacios verdes… Te quedas finalmente con la sugerencia de Estefanía: ¿Y si viajaras a la Argentina? Te conviene tomarte vacaciones, aunque la psicóloga te advierta que no debes encubrir el problema y desentierre Edipos y Electras que te presionan desde un pasado insistente. No quieres saber nada con la mitología, tienes bastante con tu numen protector. Te estás acostumbrando a su presencia y de tanto e tanto lo buscas a través del espejo en el fondo de tus rasgos. Finalmente decides viajar y te vas a Bariloche.
La nevada te sorprende en pleno bosque, y buscas refugio en la cabaña de troncos que descubres detrás de pinos y araucarias. Antes de que te abran la puerta reparas en la tortuga que te observa con atención desde un soto que se desborda en rojos y dorados.
A Estefanía la emocionas con tu llamada telefónica después de dos semanas: has conocido a alguien muy importante en la Patagonia, es ingeniero forestal y años atrás trabajó con tu hermano de guardabosques en la misma región, te reconoció enseguida por el parecido, el suponía que Claudio había regresado a Brasil, no se había enterado de que viajaba en el avión que cayó hace siete meses en el Amazonas.






miércoles, 18 de abril de 2012

Savia roja...(Orí...Genes)

Hace calor, acabo de salir de ese pasaje estrecho y me aferro como puedo de la fronda azul y rosa que se interna en el lago.Tengo la impresión de repetirme en múltiples celdillas como si fuera una colmena o en una galería de espejos innumerables. La savia roja se difunde en silencio por mi cuerpo, me invade lentamente y me acostumbro gradualmente a la aceleración, al latido y al golpe de la sangre. Mi silueta se tiñe de granate y vira al púrpura en un osado intento de definición. Me siento cansado, en este esfuerzo he puesto en juego toda mi energía, necesito dormir. Es un mandato, un deseo impostergable y me sumerjo con ansiedad.
   El chasquido del agua y el golpe de los escudos amortiguan el choque de la caballería enjaezada para la guerra, penachos y estandartes de colores se agitan con el viento de la tarde cuando el puente levadizo cierra la entrada de la fortaleza que se asoma en lo alto de la colina; una lluvia de flechas corta el aire y desbanda la tropa hacia hacia la intimidad de la floresta.
    Desde la transparencia de mi refugio descubro la  Hace csuperposición de las vibraciones: unas repiten con nitidez el ritmo de galope, pero las otras se oyen a distancia, acompasadas, con intervalos que me recuerdan el momento en el que acompaño a mi hermano mayor a las clases del maestro griego al terminar el oficio religioso. Y es allí, entre técnicas pictóricas y ensayos de dorado, hundido en la penumbra del claroscuro, donde he escrito mis primeros sonetos «al itálico modo» con plumas y pinceles que graban sobre márgenes de misal los versos que buscan la armonía del toledano.
    Sereno emerjo de espaldas y mantengo el equilibrio sobre el borde de las aguas en una inmovilidad casi absoluta. De vez en cuando muevo uno de mis brazos para cambiar mi orientación, mientras sueño con enrolarme en la flota de Francisco Pizarro y lanzarme a toda vela hacia la aventura por las tierras del oro y de la plata que defienden mujeres a caballo y gigantes de un solo ojo. La eternidad me espera en el torrente de Juvencia y un lecho de esmeraldas en la laguna de Guatavita. Conoceré las comarcas del sol y la flor de la belleza del Perú: ninguna ñusta de trenzas negras y piel de bronce podrá resistirse al asedio de mis madrigales.
    Floto plácidamente en la más absoluta beatitud. A veces me deslizo en suaves piruetas que enredan las imágenes para proyectarme un poco indio, un poco gaucho, con la vincha en la frente y la pampa en la mirada. Lejos del rancherío y de los toldos me voy perdiendo con mi potro en un vado para acortar llanuras y crepúsculos.
    Al ascender inhalo el aire de la revolución. Un huracán de banderas sacude el continente. La libertad se respira, se bebe, se mete por los poros y estalla en las arterias en reflujos de sangre y patriotismo. Giro sobre mí mismo y me zambullo de cabeza en esa ola en un remolino que anula las distancias.
    Mi resistencia a la presión acuática va disminuyendo, aunque todavía tengo que encender antorchas, llorar con las guitarras, bailar con los gitanos en la playa y avanzar entre llamaradas y penumbras hacia mi primer sol.
    He saltado al puente por donde corre el tren en un vaho de brumas. El túnel queda atrás y el cielo y la pradera me encandilan. Junto al andén me espera un grupo de chiquillos. Soy uno de ellos y jugamos con un perro blanco y negro que alegre nos embiste.
    Una niña de pelo rubio me mira desde su verde inalcanzable. Sonríe y se aleja con rapidez, girando botas de gamuza sobre raudos pedales.
    Ahora soy yo el que anda en bicicleta por la Avenida Costanera, buscando a la ciclista. Tal vez se haya disuelto en el follaje. El día es diáfano y resplandecen almidonados rascacielos.
    No sé por qué me siento enfocado por luces silvestres. ¿Tendrán ojos las hierbas? Me distraigo. Bruscamente caigo sobre el asfalto frente a unos frenos que aúllan histéricos.
    Avanzo, sigo mi paseo por calles estrechas. Voy dejando atrás mi seguridad, las confidencias de este lago tan mío, soy impelido por una fuerza poderosa que me lleva hacia delante a través de una geografía que he mirado desde mi globo de cristal.
    Perderé mi paz, olvidaré los secretos revelados por la memoria ancestral de mis células. Me alejo definitivamente de las vidas y los sueños que he asumido durante todos estos meses: soy huella de poetas, soy aventurero, soy libertad y tren que viaja a una estación de infancia sin pesares. Las historias que me precedieron serán borradas por la mía. Tengo miedo, quiero asirme de este pasado conocido que pierdo irremisiblemente.
    No puedo... empiezo a olvidar. La angustia de este instante confunde todos mis recuerdos. Mi conciencia aflorará al mundo desnuda, despojada de imágenes. Estaré expuesto a todo riesgo. Inútil tratar de retroceder. Me alejo, me voy alejando. Lucho por regresar en un último esfuerzo que me lanza hacia afuera y oigo el grito de mis raíces que quieren aferrarme.
    Una luz poderosa me enceguece y soy aprisionado por manos firmes que me sujetan de la cabeza y de los pies. Me ahogo. No puedo tolerar esta intemperie, que me arranca de la tibieza de mi nido, quiero volver…y lloro hondamente con el dolor de toda la humanidad en su primera queja, al descubrir que en el momento de mi nacimiento me comprometo con el mundo y pierdo para siempre el paraíso.
     Despierto, me voy habituando paulatinamente a la claridad que irradia de mi ropa, a la blancura de los alimentos. La luz ya no me hiere: filtro los matices con lentitud hasta que recibo los colores.
    A veces me divierto con sonidos: imito algunos, los voy clasificando uno por uno con mucho placer. Comienzo a distinguir voces y ruidos y espero ansioso el canto que me llega con perfumes y caricias.
    Creo que estoy aceptando mi nueva situación. Tal vez sólo me adapte por necesidad, aunque puedo elegir entre las posibilidades que me han sido dadas y estoy aprendiendo a sonreír. Me siento acaso más tranquilo y reconozco el motivo de mi bienestar: he rescatado a la niña de la bicicleta, por las noches me acuna y me adormezco en su mirada de pradera.



           

sábado, 14 de abril de 2012

La flor azteca





   Y ella, al fin de cuentas, ¿por qué tenía que seguirlo a todas partes?
    Había atado el nudo de su saya al manto del príncipe, por consejos del viejo, porque a su pueblo le convenía la alianza con los de Tlaxcala, pero ni el collar de rubíes ni el abanico de plumas de quetzal que el esposo le regalara el día de la boda podían haber enfriado el abrazo de Netzahualcoyotl.
    Recordaba los paseos por el Tamoanchán, bajo las lunas rosas a orillas del lago, en el lugar florido. Había despertado a la reflexión, al cuestionamiento de la vida y al amor. Juntos habían tratado de capturar el instante fugitivo y la risa que no vuelve y habían intentado permanecer, aún con la convicción de que todo desafío era inútil.
    Metzalche tocó sus labios y miró el cuenco vacío. Los besos de su primo todavía le quemaban la boca como el licor de sueños que acababa de beber. Miró las antorchas que crepitaban sobre los muros del teocalli. En la mesa de jade descansaba el cuerpo de su marido. Una máscara de oro le cubría el rostro. Los insondables ojos de la muerte la miraban a través de las esmeraldas que engarzara el maestro del arte lapidario: pulseras, diademas, orejeras de plumas de colibrí adornaban los despojos del hombre más sanguinario de Tlaxcala.
    La esposa, sepultada con el que bien merecía estar muerto, miró por las pequeñas ventanas y pensó que era la hora del crepúsculo. Muy pronto se celebrarían los últimos ritos de los funerales del rey.
    ¿Qué flecha inteligente había terminado con el mayor de los verdugos de México, con el propiciador de las guerras floridas, de esas guerras que, irónicamente, se iniciaran con cada primavera para segar y aplastar todas las flores?
    Ella le había preguntado al otro en su jardín botánico personal si regresarían con las flores y no le sorprendió que el de Texcoco permaneciera inmóvil y en silencio en aquel verde tamoanchán de su espacio, creado por Netzahualcoyotl para recreo de su vista y de su espíritu. Sólo ante su insistencia le había respondido que las cosas no se repiten jamás de la misma manera, pues no había nada idéntico a sí mismo. Tenía razón: ese maravilloso instante que acabara con la vida del príncipe de Tlaxcala era irrepetible. ¿En qué flor podría brotar y retornar, si a todas las había deshojado sin piedad?
    A lo lejos oyó los tambores: las exequias llegaban a su culminación. Metzalche se acercó a la mesa funeraria, se recostó al lado del cuerpo yacente, cerró los ojos y durmió hasta morir.
    Alguien dijo que en el altar de las flores que regresan la pira había ardido con un solo corazón. No fue el Sumo Sacerdote, quien juró guardar el secreto, sino el Médico Real, que al visitar a la hermana de Metzalche, le contó la verdad.
Mientras caminaban juntos por los alrededores del palacio, descubrieron con alegría, pero sin asombro, que el jardín de Netzahualcoyotl se había encendido de capullos rojos.

                                                     II

    Casi no se sorprendió cuando le dieron la noticia en la Casa del Canto. Los maestros plumarios y los músicos mexicanos habían preparado cuidadosamente la embestida. Les fastidiaba su mirada lejana, su sonrisa desdeñosa. El era un rey. ¿Qué hacía entre los artistas? Sus versos eran demasiado sombríos para azuzar a la fiera oculta en cada guerrero.

    Como caudillo les resultaba glacial. Había recibido el cetro por herencia obligada a la muerte del tío, pero nadie ignoraba que se evadía de los asuntos de estado, que se había rodeado de un grupo de principales para liberarse del poder, pues le pesaba como una gruesa cadena que lo sujetaba al mundo. ¿Quién se creía que era? Ansias de eternidad…, nostalgias de paraíso… ¡Tonterías! Se necesitaban poemas nuevos para los rituales. El pueblo se aburría de los viejos versos. Había que impresionarlo, enardecerlo para la guerra y, al mismo tiempo, agradar a los dioses con himnos que los adularan.
    Se había hablado mucho de los cantos secretos de Netzahualcoyotl. ¿A quién encubría bajo el nombre de Xochiquétzal, la diosa de las flores y del amor? ¿Acaso a la prima? Todo el Anahuac conocía su pasión por aquella mujer, a quien el viejo zorro había vendido al enemigo para demorar la guerra y conservar el mando, que peligraba con la unión oficial de la hija y el sobrino Era necesario además conjurar el peligro tepaneca, desviarlo hacia la ciudad imperial. Con aquella boda arreglada fortalecía su poder y debilitaba a los pueblos rivales. Texcoco dormía una paz engañosa que aplastaba a los guerreros y sumía a los sacerdotes en un estado de indolencia que a nadie le convenía. Cualquiera podía ser elegido como víctima propiciatoria ante la carencia de prisioneros. Había que terminar de una vez con aquella paz mentirosa. Afortunadamente, en Tlaxcala habían descubierto, al fin, los amores prohibidos. No en vano los correos mexicanos pintaban la silueta de los primos amándose a la luz de las estrellas bajo el árbol florido. Ya no existía el viejo zorro y Netzahualcoyotl se ocupaba de tantas cosas....
    Los poetas espías habían aprendido de memoria los cantos de la diosa que escondían a una mujer de carne y hueso, prima del autor y esposa del jaguar de Tlaxcala, que tragaba hiel y escupía sangre hacia todas partes. La guerra  contra los tepanecas  se extendía, se prolongaba, invertía su dirección en el vértigo de vientos encontrados. Ambas ciudades palidecían anémicas, mientras Tenochtitlán se nutría con la debilidad de las dos y la amenaza de otros pueblos era inminente,
    La muerte del jefe tlaxcalteca había sido providencial ¿Qué había hecho Netzahualcoyotl para impedir la masacre? ¿Qué, para evitar la unión imposible del jaguar de Tlaxcala y la rosa de Texcoco? Manos amigas, fuertes como murallas protegían a su pueblo, pero a ella la había abandonado a su destino. Le había pesado siempre su futuro de rey. Era algo que estaba ahí, en acecho, una responsabilidad que no podía eludir, pero, mientras le fuera posible evadirse, le daría la espalda, pues esa realidad lo abrumaba y oscurecía sus sueños. Sin embargo, ella lo había elegido entre todos y, aunque conocía su debilidad desafiaba el riesgo, la muerte para estar con él. Y ahora, ¿por qué no había corrido a Tlaxcala? Delegar…, delegar siempre. Sabía que sus embajadores no llegarían a tiempo, que Metzalche no podría escapar a su destino. Había entretenido con estratagemas al príncipe, mientras vivía, para que no tomara represalias contra la esposa infiel, pero, muerto aquél, no podría salvarla del ceremonial sanguinario de los sacerdotes. Metzalche ingresaría en la región de las sombras. El tlaxcalteca se la había llevado al fin.

    Salió de la Casa del Canto con la mirada perdida. Sabía que los otros lo observaban y se sentía derrotado por primera vez. Ni un solo verso había nacido de su boca, abismado en lo más hondo de su pena… La muerte de Metzalche arrastraba consigo todas las otras muertes anónimas de un pueblo al que miraba con ojos de viajero extrañado. Se sentía culpable.
    El peso de la culpa retardaba sus pasos y sabía que esa sensación no iba a dejarlo, que lo acompañaría siempre, porque ella se había marchado al país de la niebla y de la lluvia, antes de que se durmiera el sol. ¿Con quién podría hablar ahora? A falta de amigo varón que compartiera sus sueños de poeta aceptaba la compañía de aquella niña que huía de las cocinas y lo seguía a todas partes como si fuera su ynahual. La había iniciado en las artes prohibidas de los ideogramas, reservadas a los sacerdotes y a los hombres de alcurnia.
    Con cada palabra descubrían juntos el Tamoanchán, el edén íntimo, en el corazón de la floresta, allí donde llegaba ahora solo. Buscó en los huecos de los troncos y entre las raíces de los árboles sabios las láminas pintadas. Entre los dos habían plegado cuidadosamente los rollos de corteza, que guardarían celosamente las experiencias de aquella pasión desbordante. La curiosidad insaciable de ella arrasaba con todo, su rebeldía hacia las convenciones la hacía trascender los límites de su sexo y su realidad de mujer azteca. Eran aquellos versos cómplices —las bellas flores— de sus juegos de amor, que encendían los cuerpos adolescentes hasta incinerarlos. Entonces se liberaba el alma, una sola, común, compartida, el deseo de proyectar el propio bien, de transmitir esa felicidad que los ahogaba, que los desbordaba. ¿Cómo volver a los ritos siniestros después de esa comunión, que los lanzaba fuera de ese tiempo y de ese espacio hacia un momento y una dimensión que intuían como eternidad? Y los razonamientos de ella y sus preguntas: "Si el ciclo de las flores se repite, ¿por qué no tú, por qué no yo, nosotros? Había que desengañarla: ella y él participaban de una circunstancia concreta, ocupaban un sitio en un instante preciso donde la ley era la muerte…, era sólo un momento, aquí. Pero ese momento había que apresarlo para que no se escamoteara, para que no transcurriera. Y corrían hacia el lago y nadaban hasta quedar exhaustos y luego se tendían de cara al cielo en la orilla, hasta que el ciclo de los cuerpos y el alma se repitiera una y otra vez. Era el Tamoanchán inmanente, creado por ellos dos, para ellos dos, donde nada cabía fuera del tú y el yo que los lanzaba hacia el Uno, por encima de los negros sacerdotes y su olor a muerte, en las noches de lunas rosas —no rojas de crepúsculo— sino rosas de sol, de flor y de amaneceres.
    Netzahualcoyotl sonrió desde su tristeza definitiva. ¿Y si el tlaxcalteca no se la hubiera llevado? En la Casa del Canto corrían extraños rumores. La fortuna de aquel secreto había sido su revelación y la noticia había trascendido, pese al silencio de los sacerdotes: el corazón de la reina no había ardido con el de su marido. ¿Quién lo había robado? Tenía espías-médicos Netzahualcoyotl?
    Miró a su alrededor. Todo el bosque y su jardín habían florecido en pleno invierno. Un colibrí libaba néctar de rama en rama. Ella ya era libre y desde el Tamoanchán venía a visitarlo a él, prisionero de su pcuerpo, de sus deberes y de su cobardía.
                                                          III
   Tendrá que esperar el soplo de los siglos, el polvo del desierto. Verá a los jinetes del cielo sobre los gigantes del mar. Sabrá que no son dioses ni monstruos del océano. Renovarán la arena de su tiempo remolinos de sangre. Será destruido su orbe. Levantarán brazos de príncipe una ciudad para otra raza. Percibirá un olor para la muerte que no es el de los sacrificios. Dormirá. Lo despertarán los estruendos, los cascos de las bellas bestias que arrasan sus jardines. Se hundirá poco a poco en el fango y el olvido. Comprenderá el secreto de la rueda. Sentirá rodar sobre sí la vida de los otros. Rodará. De tarde en tarde se abrirán sus ojos cuando la tierra se estremezca. Descubrirá, a lo lejos, cabildos, monasterios, palacios, ranchos, mercados, pelucas, batallas, bailes, sombreros, miriñaques, guitarras, abanicos, uniformes, rejas, ganado, alambrados, rascacielos, autos y aviones. Se volverá a dormir y a despertar. Otros poetas pronunciarán su nombre.
Tendrá que esperar las ráfagas y los torbellinos del tiempo para que tú, desde la distancia, sientas un placer inexplicable al leer esos cantos, que no te son ajenos, descubras el brazo del lago que te arroje a la isleta, conozcas a los suecos, fatigues al Director del Museo, animes a los estudiantes, asoles el Municipio con solicitudes y consigas, por fin, que encuentren el expediente y se reanuden las excavaciones que te enfrentarán con un pasado que presientes.

                                                     IV
No sé, mujer por qué me miras con esos ojos tan fascinados. Hoy has venido sola a dibujar hormigas sobre tu rollo de huun con tapas negras y anillos de plata. No comprendo qué pretendes de mí, das vueltas a mi alrededor todas las tardes con ese grupo de jóvenes que siempre te acompañan. Me divierten sus voces y sus risas y estoy acostumbrándome a esa visita bulliciosa que me despierta y me rescata del tedio de los siglos.
"Los chicos se fueron a explorar el bosquecillo: no toleran la arena que vuela por los terraplenes cuando sopla el viento. Mejor, así puedo mirar todo con detenimiento. Ay, cómo se han reído de mí esta mañana en la agencia! Javier dice que venir aquí es perder el tiempo, que a nadie le interesan estas ruinas y ha sido un error continuar con las excavaciones. Según él se trata de un teocalli menor. Sin embargo, a los estudiantes del museo les agrada, sólo que el viento no se resiste arriba, pero no hay tantos turistas como en los grandes templos y pueden curiosear a su antojo sin que nadie les llame la atención, Si no fuera por las ráfagas de arena sería un lugar perfecto"
Es que lo ha sido, bella niña de los ojos de almendras, pero ya no lo recuerdas. Perdona, es que a veces te confundo con alguien a quien mucho amé. Cuando acaricias mis párpados y me haces cosquillas en la nariz, creo que estoy vivo y que camino a tu lado por los bosques en flor. Claro, es sólo una ilusión que pasa como todas las cosas…¿Tu nombre es Meche?
"Ay, me están llamando los suecos de nuevo…¡Qué querrán ahora? Julia y Javier tendrían que verlos ahora y no podrán decir que soy la única interesada. Éstos están tomando fotos desde hace un mes e invadieron el Municipio hasta que se reanudaron los trabajos. No, no eran ellos, el viento los corrió. No iba a avisarles que podían guarecerse detrás de las graderías, se cansan de escalar con este azote… Es curiosa la cariátide, no parece un ídolo…, la boca es distinta con esa sonrisa tan triste…, ¿habría dioses menos crueles? Voy a tener que informarme más… Es una suerte que los suecos hablen poco español."
¿En qué lengua hablaban los hombres de pelo de maíz que te acompañaban con los soles bajos? No comprendí lo que decían, aunque en esta larga vigilia he aprendido a distinguir las voces de los rostros claros. He sentido celos, casi no me mirabas…, hablabas, hablas tanto, mujer, ¿Meche… Mercedes? ¡Cómo te gustan las palabras! ¡Cuántas mentiras dices a veces, fabuladora! Inventas…, inventas y me haces sonreír con tus historias y tu versión apócrifa de México.
"Creo que les he dicho cualquier cosa para salir del paso ¿Qué se busquen otra guía si no me entendieron! Con lo difícil que es traducir estos nombres a otro idioma. El viento es feroz, voy a tener que irme…"
¿Ya te vas? No, quédate , no me dejes tan solo, saca la lupa de tu maletín, mira con atención esos dibujos del borde de la estela, seguramente no habías reparado en ellos. ¿Te interesan, claro que sí, es el antiguo juego de pelota…Ya sé que tus chiquillos se entretienen con algo parecido, cuando se aburren de mirarme. Pero en mi tiempo las reglas eran otras, muy duras… ¿Las recuerdas?
"Pero estos bajorrelieves… Es como si ya los conociera ¿Cómo puede ser si la base de la cariátide estuvo enterrada hasta ayer. No sé… Los chicos se habrán ido a refrescar al lago, hoy hace demasiado calor para jugar al fútbol. ¿Cuándo vean esto! Y los de la agencia no lo van a creer…, sobre todo Julia, que anda diciendo que tengo alma de princesa azteca".
Eres tan parecida…si pudiera atrapar tus caricias, tus miradas de asombro. Estoy tan solo…, tan aburrido, semienterrado en este silencio de arena, en esta nada, entre las deplorables ruinas de mi antiguo esplendor. Tan pesado e inmóvil, Meche, que no quisiera fastidiarte con mi sentimentalismo de viejo, pero voy a decirte todo: tú has venido a entibiar el frío de este páramo y a refrescar el incendio de mis mediodías. Ahora es tiempo de flores otra vez.
"Es sorprendente que crezcan aquí con la remoción del terreno… Alguna semilla perdida que arrastró el viento desde el bosque… Qué lugar tan misterioso…"
Voy a confesártelo, aunque me arriesgo a perderte, tal vez te asuste y no vuelvas nunca más, pero no puedo esconder este secreto que nos pertenece a ambos. Voy a romper el mito que tú has creado al elevarme a la jerarquía de los dioses, porque no lo soy.
"¿Y si se tratase de un hombre, de un rey, si no fuera un templo sino un palacio? No hemos encontrado piedras de sacrificio, habrá que seguir excavando…, podría ser la casa de un jefe azteca…En fin, cómo silba el viento, empieza a llover"…
Tal vez no vuelvas después de esta confesión, pero eres parte de la historia de un desencuentro. Cuando el tiempo se distrae, a veces, se producen los contactos…Debes saber que esta cariátide nada tiene que ver con tu estatuilla, con esa falsa réplica que sostienes entre las manos. Esta cariátide que te habla con la voz del viento, es simplemente mi imagen, la imagen de un hombre que fue rey y poeta: a quien tu amaste apasionadamente, Mercedes; al que sólo recuerdas en la tenacidad y en la sinrazón de tu obstinada búsqueda, Meche; a quien rescatarás desde tu tiempo con la absurda reiteración de tus actos fallidos, querida Metzalche.



















martes, 10 de abril de 2012

Oceánica


Con las voces del viento se despertó Mergalia. Se reconoció lentamente, como si a su conciencia le costara desprenderse del letargo, pues los párpados le pesaban y sentía entumecidos los brazos y las piernas.
Mientras se incorporaba con dificultad, algo mareada, percibió imágenes en fuga e intentó el movimiento con una marcha vacilante. Como las sensaciones se superponían veía las cosas a través de un espejismo que deformaba la realidad: era la espectadora de sí misma y era también la mujer que caminaba sola por la playa. Un océano gris se encrespaba con turbulencia sobrecogedora: los restos de una embarcación no le recordaban un naufragio, aunque por un momento creyó que estaba frente al fin o el comienzo de algo. De pronto subió la espuma, le pareció que el mar era de leche y vio la playa blanca y la aldea sobre el horizonte. Era el pueblo, allí, donde estaba el agua y era su choza, allí, donde no había nada, y era el viento el que había enfurecido al gigante, quien había devorado árboles, animales y hombres. Vio un templo envuelto en un vaho de niebla, sostenido por cariátides que representaban los cuatro elementos, y Mergalia pensó que los bostezos del gigante fortificaban la languidez de sus evocaciones.
Al principio había sido la tempestad, la insistencia y la tenacidad de las tormentas que confundían equinoccios y solsticios; luego fueron las lenguas de serpiente del océano que lamieron la tierra y barrieron su superficie. Los hombres corrían hacia las montañas e invadían las cuevas de los osos, mientras la isla de leyenda era devorada por el gigante submarino. Unos troncos chamuscados, cubiertos de algas y moluscos, chisporrotearon en las estampas del hogar que alguna vez la había albergado, y descubrió fantasmas que irrumpían como sombras familiares en su obsesiva caza de recuerdos. Con las voces del viento se despertó Mergalia. Se reconoció lentamente, como si a su conciencia le costara desprenderse del letargo, pues los párpados le pesaban y sentía entumecidos los brazos y las piernas. Mientras se incorporaba con dificultad, algo mareada, percibió vagamente imágenes en fuga e intentó el movimiento con una marcha vacilante. Como las sensaciones se superponían veía las cosas a través de un espejismo que deformaba la realidad: era la espectadora de sí misma y era también la mujer que caminaba sola por la playa. Un océano gris se encrespaba con turbulencia sobrecogedora: los restos de una embarcación no le recordaban un naufragio, aunque por un momento creyó que estaba frente al fin o el comienzo de algo. De pronto subió la espuma, le pareció que el mar era de leche y vio la playa blanca y la aldea sobre el horizonte. Era el pueblo, allí, donde estaba el agua y era su choza, allí, donde no había nada, y era el viento el que había enfurecido al gigante, quien había devorado árboles, animales y hombres. Vio un templo envuelto en un vaho de niebla, sostenido por cariátides que representaban los cuatro elementos, y Mergalia pensó que los bostezos del gigante fortificaban la languidez de sus evocaciones. Al principio había sido la tempestad, la insistencia y la tenacidad de las tormentas que confundían equinoccios y solsticios; luego fueron las lenguas de serpiente del océano que lamieron la tierra y barrieron su superficie. Los hombres corrían hacia las montañas e invadían las cuevas de los osos, mientras la isla de leyenda era devorada por el gigante submarino. Unos troncos chamuscados, cubiertos de algas y moluscos, chisporrotearon en las estampas del hogar que alguna vez la había albergado, y descubrió fantasmas que irrumpían como sombras familiares en su obsesiva caza de recuerdos. Mergalia se sentó sobre un peñasco y, aunque su conciencia estaba en penumbras, supo de alguna manera que era la sobreviviente que su afán de persistir había superadp la violencia del cataclismo, que no tenía orígenes visibles en el mapa del mundo y que el mar la había perdonado tal vez para que alguien guardara en la memoria y diera testimonio a las generaciones venideras de que allí, más allá del estrecho de Gibraltar y la columnas de Hércules, había existido una civilización a la que llamarían Atlántida.