En el barrio lo conocían por “El paseador de perros”, pero
nosotros sabíamos que se llamaba Martín y era de Santa Fe. Habíamos sido
compañeros hasta mediados de quinto año, hasta que un día no apareció más por
el colegio.
Nadie sabía qué le
había ocurrido, porque tenía buenas notas y era la estrella del equipo de
fútbol. Por eso, el primero que preguntó por él fue el profesor de Educación
Física, ya que pronto empezarían los torneos zonales, y todos estábamos
preocupados por la ausencia de nuestro capitán: era un gran goleador y bien
simpático; sin embargo, no teníamos ni siquiera el teléfono porque se había
mudado hacía muy poco, aunque nos había contado que vivía cerca del río.
Cuando la
preceptora trajo la noticia de que había conseguido la dirección, aplaudimos
entusiasmados y luego ella nos preguntó si alguien podía avisarle que el
director quería que se reincorporara cuanto antes. Fuimos varios los que nos
ofrecimos a llevarle la planilla, y la suerte quiso que me tocara a mí el papel
de mensajero.
No había otra forma de llegar que en bicicleta y anduve
pedaleando un buen trecho hasta que descubrí el alambrado que dejaba entrever
en los fondos una modesta vivienda de material. Me quedé unos minutos esperando
que apareciera alguien, sin embargo, a pesar de golpear repetidas veces las
manos, sólo un gato blanco salió a recibirme. Di varias vueltas a la manzana y
estuve tentado de preguntar por él a algún vecino; entonces me acerqué a unos
chicos que jugaban a la pelota, quienes me dijeron que no lo conocían; ellos
vivían a dos cuadras y jugaban en esa
calle porque era de tierra y pasaban pocos coches.
Nada me quedaba
por hacer allí, monté de nuevo en la bici y empecé a correr hasta la
veterinaria del Bajo, seguramente allí debían saber algo de un chico que
paseaba perros. A pesar de mi apuro, tuve que detenerme frente a la barrera,
llegaba un tren de carga y esperé impaciente hasta que pasara el último vagón.
Fue entonces cuando lo vi, precedido por varios labradores, dos ovejeros y otros alegres pichichos. Martín
sostenía con firmeza los arreos de colores entre la fiesta de ladridos que
saludaban al convoy que se perdía a lo lejos.
Al reconocerme abrió exageradamente los ojos con su
expresión habitual de eterna sorpresa o más bien de búsqueda permanente de algo
que está mucho más allá de la mirada. Lo acusé bromeando de hacerse la rata,
aunque presentía que detrás de sus ausencias había algo importante que las
justificaba con creces. Y no me equivocaba, pues sin dejar de sonreír, me contó
que no podía ir al cole pues estaba trabajando mucho.
Caminamos juntos un
rato, él adelante, tironeando de las correas, y yo algo más atrás, sosteniendo
la bici por el manubrio. Recorrimos las callecitas próximas al río, devolviendo
algunas mascotas en mansiones señoriales, luego subimos hasta la zona comercial
y tocamos el portero eléctrico en varios edificios de departamentos. Una vez
que terminamos la entrega, le propuse que tomáramos algo fresco en el kiosco
que está frente a las vías, pero no me dejó invitarlo, porque era él quien
tenía plata y no yo; ahora podía contar con el dinero que le daban por pasear
los perros, pues además trabajaba de noche en el mercado, donde le pagaban el
doble y eso se lo daba a la madre.
Acompañamos las gaseosas con un paquete de papas fritas y
nos sentamos en el terraplén, frente al descampado que está detrás de los
rieles, donde el padre nos enseñaba a remontar barriletes cinco años atrás,
ahora ya no podía correr mucho, lo habían operado del corazón y estaba
internado en el Favaloro. ¡Claro, cómo iba a estudiar Martín si había tenido
que reemplazarlo!, porque los camiones se descargaban de noche y apenas podía
dormir unas horas, mientras la madre cuidaba al enfermo y los hermanitos se
quedaban con la abuela, pero todo se arreglaría pronto y ya estaban más
tranquilos en la casa con los jornales que aportaba, aunque a él le gustaba más
pasear mascotas: “Sabés, me dijo, a veces sueño que los perros echan a correr y
empezamos a volar entre las nubes…”
-Como si viajaras en el trineo de Papá Noel- le contesté y
festejó mi ocurrencia. Entonces le recordé
que una vez habíamos ido al Aeroparque a recibir a mis tíos que venían
de Mar del Plata y mientras esperábamos mirando las pistas, me había confesado
que su sueño era ser aviador; “Por eso, insistí, tenés que seguir estudiando
para poder cumplirlo…” Por un momento miró el cielo y sonrió moviendo la
cabeza:” -Claro, pero es una carrera costosa, Pablo, si yo pudiera…”Me fui con
su promesa de volver a la escuela al día siguiente, pero no apareció, aunque le
mandamos una carta firmada por el director.
Después, durante la primavera, me crucé con él una o dos
veces por la calle y repetimos el paseo, aunque en esas ocasiones sólo le
pregunté por el padre, que seguía internado mejorando lentamente. Entonces le
conté que muchos chicos hablaban en la escuela de su trabajo de paseador y
querían imitarlo, pero no se animaban.
Por fin llegó diciembre con los bailes, las chicas y mis
propios sueños que se cumplieron plenamente en el inolvidable viaje de egresados,
que fue feliz, completamente feliz, cuando al salir del agua lo descubrieron
mis prismáticos y llamé emocionado a mis compañeros que nadaban en el río San
Antonio.
Allí estaba Martín, bien arriba, volando en un parapente
sobre mi cabeza. Seguramente no me distinguiría entre tantas iguales… Era él,
sin duda, era él… Un alumno de otro
grupo lo señaló como el instructor de vuelo que trabajaba en una agencia de
turismo de aventura.
Sí, allí estaba
Martín cumpliendo su gran sueño, sobre las sierras con todo el cielo para él,
subiendo hacia el azul hasta que el ocaso tiñera de rosa el horizonte en su
gran viaje por las nubes como un ángel con alas de colores, bien arriba sobre
su hamaca mecida por los vientos, mirando hacia abajo desde su planeador, bien
arriba, Martín, sobre nosotros, los muñequitos, sobre las casas diminutas,
sobre los árboles en miniatura, un mundo de juguete bajo el soplo caprichoso de
las corrientes de aire y al caer la noche, bajaría despacio, lentamente,
inclinando todo su cuerpo hacia delante, ebrio de cielo y de sol, hasta pisar
la tierra, libre, pleno de luz, para echar a correr colina abajo con mil
estrellas a la espalda hasta que su mágica vela se abriera lánguida,
suavemente, como una bella flor sobre los campos.
Dejaré aquí relatos que he ido escribiendo en distintos momentos de mi existencia. Algunos se publicaron en diarios o en sitios de Internet y en distintas antologías compartidas con otros escritores.
ResponderEliminarLa mayoría se perdió por el camino, a veces voluntariamente y otras no, y ahora lo siento, porque creo que muchos merecerían hoy leerse.
Siempre pensé reunir a los que quedaron en un solo volumen, pero es imposible, porque es parte de un quehacer misterioso que un día cualquiera nos invade y nos impulsa a contar una historia.
Maygemay
Una tierna historia sobre un "paseador de perros" y la importancia de los sueños. Si dejamos de soñar quizás nunca encontraremos el parapente que nos ayude a volar.
ResponderEliminarY¡qué importante es encontrarlo!
ResponderEliminarGracias, Mechi.