Para unas chicas tan pobres como Fernanda y yo, trabajar en
el taller de la señora Celsa fue una grata sorpresa. Por eso, cuando la directora
del Hogar de Huérfanas nos eligió por nuestras habilidades manuales, nos sentimos felices y
hasta no parecía que las otras nos tenían envidia. Muchas veces desde la playa
habíamos contemplado la casa señorial que dominaba los acantilados, pensando
que sus moradores debían ser estancieros u otros miembros de la aristocracia
porteña.
Pasada la temporada veraniega, nos atrevíamos a trepar por
las rocas, cuando la celadora estaba distraída y espiábamos entre los setos de
jazmín del cielo y las matas de hortensias, aquel parque imponente recorrido
por una escalera de piedra que ascendía hasta la entrada principal.
En esa época confundíamos a las ayudantas con señoritas de
abolengo, aunque nos extrañaran sus vestidos modestos que no estaban de acuerdo
con nuestras inocentes conjeturas. Ni a Fernanda ni a mí se nos hubiera podido
ocurrir en aquellos momentos que ese
castillo legendario, erguido sobre el mar, fuera sólo una fábrica de muñecas.
Con frecuencia nos colábamos por una abertura del cerco y jugábamos en el
jardín hasta que nos delataba algún perro y aparecía aquella horrible mujer que
no podía ser la señora Celsa.
Sin embargo lo era, y
cuando ingresamos formalmente al taller como aprendizas, comenzó a resultarnos
menos fea, tal vez por la amabilidad poco común que demostraba para que nos
sintiéramos más cómodas. Teníamos sólo
trece años y nos permitía inspeccionar toda la casa para que nos
familiarizáramos con ella. Trabajábamos de tarde y veíamos poco a la
servidumbre. La señora Celsa nos mostraba las habitaciones atestadas de cuadros y
muebles, y a nosotras nos agradaba sobre todo el gobelino de la sala principal
en cuya confección había colaborado nuestra patrona en su juventud. Representaba escenas de jardín, y había niñas
jugando al gallo ciego o meciéndose en grandes hamacas que pendían de los
árboles. Pero el tesoro de esa casa eran sus muñecas. No había material que las
sabias manos de la señora no conociera. Las hacía de terciopelo, de seda,
de pasta con cara de porcelana y hasta de cristal. Sobre los estantes se
amontonaban algunas con trajes típicos de todas las naciones y en el interior
de las vitrinas se veían colecciones de otros tiempos con una tarjetita que
indicaba su época y procedencia.
A la hora de la merienda nuestra anfitriona solía
deleitarnos con helados de crema o tortas europeas. Entonces Fernanda y yo
bajábamos los ojos avergonzadas por la falsa imagen que nos habíamos formado de
esa mujer tan generosa que nos mimaba a diario, mientras nos enseñaba
alegremente aquel oficio encantador.
Creo que el recuerdo de ese primer empleo hubiera sido siempre uno de los mejores de mi vida, si
Fernanda no se hubiera suicidado allí hace algunos meses. La felicidad suele
hacernos egoístas, sobre todo cuando se trata de un amor compartido. Conocí a
Hernán y un noviazgo relámpago que terminó en casamiento me alejaron de mi amiga y de la costa durante muchos años. Por sus cartas sabía que se
había hecho cargo del taller y la imaginaba dichosa y rica como eran sus
deseos. ¿Por qué había tomado una decisión
así una mujer como ella, tan ambiciosa y llena de energía? Había que
descartar los romances frustrados, generalmente era Fernanda la que ponía fin a
sus relaciones amorosas y las olvidaba enseguida, nunca la había visto
realmente dominada por una pasión intensa. Era una chica práctica, y siempre cancelaba sus
amoríos con la misma frase optimista:”No te preocupes, ya aparecerá el galán…”
Tal vez mis dudas no se hubiesen
aclarado nunca si no hubiera leído por segunda vez la última carta de Fernanda.
Estaba preocupada por las crisis depresivas de la señora Celsa. Iba a internarla
en un sanatorio y me pedía que la acompañara por unos días. Recuerdo que en ese momento no acababa de reponerme de una quebradura en el brazo. La visitaría más adelante para brindarle el afecto
que necesitaba. Hasta pensé en la suerte que había tenido ya que la señora la
nombraba su única heredera. Ni una ni otra tenían familia y aunque el taller no
funcionaba más, la mansión debía valer
una fortuna. La ausencia de noticias posteriores y un viaje de negocios de Hernán al
interior me decidieron. Sentía un poco de culpa por no haber accedido de
inmediato al deseo de un ser querido a quien ya no se puede complacer.
Frente a la casa tuve un extraño presentimiento. El pasto
estaba crecido, y entre la maleza se levantaba el castillo taller como una
morada de brujas. La puerta estaba clausurada y con candado, y me dirigí hacia
la entrada secreta de otros tiempos a través del seto que daba al acantilado.
Me angustiaba saber que Fernanda había caminado por esas mismas piedras hasta
hacía muy poco. Quizá si yo hubiera ido a verla en aquella ocasión como me
pedía, nada malo hubiera sucedido.
La casa vacía me produjo desasosiego. Los muebles se habían
subastado como se leía en el cartel de la fachada. Sólo el inmenso gobelino
estaba en su lugar haciendo más abrumadora la soledad y mi turbación. El olor del ambiente cerrado era insoportable, me sentía invadida por un extraño malestar, y no quise permanecer más tiempo. Me alejé corriendo por
la escalera a través del parque y comencé a bajar por las rocas hasta que
tropecé con la muñeca rubia de pana, una
de las primeras que había hecho Fernanda en el taller, a la que le había puesto
su propio pelo. Tenía un cordel oscuro, apretado alrededor del cuello: el
cordel del deshabillé de la señora Celsa.