martes, 1 de mayo de 2012
Mi radio lejana
Me gustaba quedarme sola y aprovechar el silencio de la noche para detectar la onda pirata, mientras Gringer se acicalaba con esmero. Hacia las dos de la mañana podía percibir entre varias frecuencias una descarga diferente que me hacía pensar en alguna emisora privada o en la radio de un barco de bandera extranjera, ya que a veces me llegaban sonidos ininteligibles que desembocaban en una voz clara leyendo tablas de mareas, alturas oceánicas o informando sobre la pista de aterrizaje de algún aeródromo particular. A veces el trabajo resultaba monótono, pero me interesaba comunicarme con otros aficionados en un lenguaje cifrado que nos mantenía a salvo de posibles oyentes, aun que a esas horas resultaba dudoso que alguien se entretuviera en interpretar los códigos.
De vez en cuando se producían ruidos e interferencias y, con cierta regularidad, algunas descargas y bisbiseos que comenzaban a preocuparme, pero no creía necesario alertar a los otros hasta estar bien segura, pues hubiese sido fatal comprobar a través de la risa de un compañero que mis sospechas procedían del mal funcionamiento del equipo. Sin embargo, el silbido se repetía invariablemente entre LU4EE/T y LU4EE/X, duraba unos segundos y después de un intervalo retornaba con mayor intensidad. Había descartado la idea de una ilusión acústica y me fastidiaba la posibilidad de que aquel curioso estuviese oyendo nuestros mensajes sin darse a conocer. Era evidente que no quería incorporarse a nuestro grupo y como no podía localizarlo, debería finalmente franquearme a los demás.
Estaba sirviéndole un poco de leche a Gringer cuando los silbidos se acallaron repentinamente y después de unos minutos escuché aquella voz. Era suave y aunque los sonidos resultaban incomprensibles, el tono parecía imperioso. Recuerdo que –ni siquiera me resultó absurdo en aquellos momentos- le pregunté en español acerca de su frecuencia y amplitud de onda. No obtuve respuesta, los silbidos se repitieron idénticos hasta que finalmente cesaron y escuché la información de mareas con el boletín de la tres.
Durante el día pensaba si aquel aficionado volvería a comunicarse. Mi ansiedad demoraba las horas y al caer la noche tuve la seguridad de ser escuchada, ya que desde algún punto parecía que alguien esperaba que yo terminara mi interrogatorio para iniciar un mensaje intermitente con chistidos y vocalizaciones que no alcanzaba a interpretar. La situación se repetía por las noches y, subliminalmente, me parecía comprender sus señales en el mismo instante en que se comunicaba, pero apenas se interrumpían los sonidos, me olvidaba de todo, tal como ocurre ciertas veces al despertar en medio de la noche. Pasaron algunos meses de silencio, pero, al final de la primavera la voz me sorprendió dominando el idioma. Se llamaba Emeril y me hablaba desde una plataforma espacial. Había sido comisionado para investigar la atmósfera y estaba solo. A partir de ese momento, los encuentros se repitieron día tras día. No sé por qué tuve cierto temor de preguntarle si faltaba mucho para que su tiempo se cumpliese. Él y yo éramos parte de una conexión extraordinaria que merecía perdurar. Ilusiones y esperanzas iban y venían a través de aquel juego aéreo que vencía al tiempo y el espacio. Era como yo deseaba que fuese y lo imaginaba con diversas apariencias, más allá de lo humano, como si se tratara de un mutante que pudiese adaptarse a la imaginación más caprichosa.
Cuando la comunicación se interrumpió me sentí perdida, ahora era yo quien estaba tan aislada como él en este universo sin límites, muy lejos de aquel prodigio que había enlazado por azar a dos seres tan diferentes. Todo intento de búsqueda fracasaba. Se había marchado. Estaría viajando por el cosmos, explorando otros planetas, muy lejos de la tierra a la que lo había unido solamente la fragilidad de mi voz.
Súbitamente el maullido insistente de Gringer me despertó de mis cavilaciones. Quería salir y comenzó a curiosear con insistencia entre las matas del jardín. Algo nos deslumbró a los dos. Parecía un arbusto más, pero tenía brillo cósmico y creo que ahora está por florecer.
La Coleccionista
Para unas chicas tan pobres como Fernanda y yo, trabajar en
el taller de la señora Celsa fue una grata sorpresa. Por eso, cuando la directora
del Hogar de Huérfanas nos eligió por nuestras habilidades manuales, nos sentimos felices y
hasta no parecía que las otras nos tenían envidia. Muchas veces desde la playa
habíamos contemplado la casa señorial que dominaba los acantilados, pensando
que sus moradores debían ser estancieros u otros miembros de la aristocracia
porteña.
Pasada la temporada veraniega, nos atrevíamos a trepar por
las rocas, cuando la celadora estaba distraída y espiábamos entre los setos de
jazmín del cielo y las matas de hortensias, aquel parque imponente recorrido
por una escalera de piedra que ascendía hasta la entrada principal.
En esa época confundíamos a las ayudantas con señoritas de
abolengo, aunque nos extrañaran sus vestidos modestos que no estaban de acuerdo
con nuestras inocentes conjeturas. Ni a Fernanda ni a mí se nos hubiera podido
ocurrir en aquellos momentos que ese
castillo legendario, erguido sobre el mar, fuera sólo una fábrica de muñecas.
Con frecuencia nos colábamos por una abertura del cerco y jugábamos en el
jardín hasta que nos delataba algún perro y aparecía aquella horrible mujer que
no podía ser la señora Celsa.
Sin embargo lo era, y
cuando ingresamos formalmente al taller como aprendizas, comenzó a resultarnos
menos fea, tal vez por la amabilidad poco común que demostraba para que nos
sintiéramos más cómodas. Teníamos sólo
trece años y nos permitía inspeccionar toda la casa para que nos
familiarizáramos con ella. Trabajábamos de tarde y veíamos poco a la
servidumbre. La señora Celsa nos mostraba las habitaciones atestadas de cuadros y
muebles, y a nosotras nos agradaba sobre todo el gobelino de la sala principal
en cuya confección había colaborado nuestra patrona en su juventud. Representaba escenas de jardín, y había niñas
jugando al gallo ciego o meciéndose en grandes hamacas que pendían de los
árboles. Pero el tesoro de esa casa eran sus muñecas. No había material que las
sabias manos de la señora no conociera. Las hacía de terciopelo, de seda,
de pasta con cara de porcelana y hasta de cristal. Sobre los estantes se
amontonaban algunas con trajes típicos de todas las naciones y en el interior
de las vitrinas se veían colecciones de otros tiempos con una tarjetita que
indicaba su época y procedencia.
A la hora de la merienda nuestra anfitriona solía
deleitarnos con helados de crema o tortas europeas. Entonces Fernanda y yo
bajábamos los ojos avergonzadas por la falsa imagen que nos habíamos formado de
esa mujer tan generosa que nos mimaba a diario, mientras nos enseñaba
alegremente aquel oficio encantador.
Creo que el recuerdo de ese primer empleo hubiera sido siempre uno de los mejores de mi vida, si
Fernanda no se hubiera suicidado allí hace algunos meses. La felicidad suele
hacernos egoístas, sobre todo cuando se trata de un amor compartido. Conocí a
Hernán y un noviazgo relámpago que terminó en casamiento me alejaron de mi amiga y de la costa durante muchos años. Por sus cartas sabía que se
había hecho cargo del taller y la imaginaba dichosa y rica como eran sus
deseos. ¿Por qué había tomado una decisión
así una mujer como ella, tan ambiciosa y llena de energía? Había que
descartar los romances frustrados, generalmente era Fernanda la que ponía fin a
sus relaciones amorosas y las olvidaba enseguida, nunca la había visto
realmente dominada por una pasión intensa. Era una chica práctica, y siempre cancelaba sus
amoríos con la misma frase optimista:”No te preocupes, ya aparecerá el galán…”
Tal vez mis dudas no se hubiesen aclarado nunca si no hubiera leído por segunda vez la última carta de Fernanda. Estaba preocupada por las crisis depresivas de la señora Celsa. Iba a internarla en un sanatorio y me pedía que la acompañara por unos días. Recuerdo que en ese momento no acababa de reponerme de una quebradura en el brazo. La visitaría más adelante para brindarle el afecto que necesitaba. Hasta pensé en la suerte que había tenido ya que la señora la nombraba su única heredera. Ni una ni otra tenían familia y aunque el taller no funcionaba más, la mansión debía valer una fortuna. La ausencia de noticias posteriores y un viaje de negocios de Hernán al interior me decidieron. Sentía un poco de culpa por no haber accedido de inmediato al deseo de un ser querido a quien ya no se puede complacer.
Tal vez mis dudas no se hubiesen aclarado nunca si no hubiera leído por segunda vez la última carta de Fernanda. Estaba preocupada por las crisis depresivas de la señora Celsa. Iba a internarla en un sanatorio y me pedía que la acompañara por unos días. Recuerdo que en ese momento no acababa de reponerme de una quebradura en el brazo. La visitaría más adelante para brindarle el afecto que necesitaba. Hasta pensé en la suerte que había tenido ya que la señora la nombraba su única heredera. Ni una ni otra tenían familia y aunque el taller no funcionaba más, la mansión debía valer una fortuna. La ausencia de noticias posteriores y un viaje de negocios de Hernán al interior me decidieron. Sentía un poco de culpa por no haber accedido de inmediato al deseo de un ser querido a quien ya no se puede complacer.
Frente a la casa tuve un extraño presentimiento. El pasto
estaba crecido, y entre la maleza se levantaba el castillo taller como una
morada de brujas. La puerta estaba clausurada y con candado, y me dirigí hacia
la entrada secreta de otros tiempos a través del seto que daba al acantilado.
Me angustiaba saber que Fernanda había caminado por esas mismas piedras hasta
hacía muy poco. Quizá si yo hubiera ido a verla en aquella ocasión como me
pedía, nada malo hubiera sucedido.
La casa vacía me produjo desasosiego. Los muebles se habían
subastado como se leía en el cartel de la fachada. Sólo el inmenso gobelino
estaba en su lugar haciendo más abrumadora la soledad y mi turbación. El olor del ambiente cerrado era insoportable, me sentía invadida por un extraño malestar, y no quise permanecer más tiempo. Me alejé corriendo por
la escalera a través del parque y comencé a bajar por las rocas hasta que
tropecé con la muñeca rubia de pana, una
de las primeras que había hecho Fernanda en el taller, a la que le había puesto
su propio pelo. Tenía un cordel oscuro, apretado alrededor del cuello: el
cordel del deshabillé de la señora Celsa.
viernes, 27 de abril de 2012
Aurora

-¿Es-¿Es todo?- preguntó la voz de la radio.
-No alcanzo a ver más- contestó Federico.
-¿Entonces es eso?
-Voy a entrar en la estela de luz ahora...
La noticia de que en plena región subtropical había aparecido el meteoro provocó curiosidad en el primer instante y desconcierto tiempo después. Tenía todas las características de una aurora austral, aunque la ubicación geográfica, el clima y las investigaciones científicas negaran el fenómeno. Varios compañeros de Federico habían sobrevolado la zona, pero el saldo resultaba siempre el mismo: “Luminosidad intensa y encandilamiento progresivo que obliga a cambiar el rumbo.”
No faltaba por supuesto quien dijera que se trataba de platos voladores. Varias agencias internacionales lo aseguraban como un hecho y no tardaron en enviar a sus corresponsales para que registraran aquel prodigio con sus cámaras. Pero como todas las cosas terminan por olvidarse, después de varias semanas de observación sin que se produjesen cambios, el acontecimiento comenzó a perder interés, y los curiosos abandonaron el proyecto que quedó reducido a exploraciones de rutina.
Federico echó una última mirada a la franja luminosa que resplandecía en el cielo e iba a accionar los comandos para el viraje, cuando el rostro se le impuso. Detrás del vidrio de la cabina frente a él, una bella mujer le sonreía. Pensó que estaba soñando y parpadeó varias veces, pero la imagen permanecía a su lado como si se tratara de un retrato en tres dimensiones, animado de expresión y movimiento. Consideró fríamente la posibilidad de perder el control de la nave y estrellarse en cualquier momento en algún lugar de América. Miró a su alrededor: todo estaba nimbado de luz, destellos y reflejos, una mano diáfana lo invitaba desde afuera, y Federico pensó que en su casa lo aguardaba la soledad.,
Cuando la brisa húmeda le empapó el rostro supo que estaba fuera de la cabina y se sintió
flotar entre ligerísimas nubes junto a la radiante silueta. Bosques de hielo y mares cristalinos
reflejaban a su alrededor los colores del espectro solar.
No faltaba por supuesto quien dijera que se trataba de platos voladores. Varias agencias internacionales lo aseguraban como un hecho y no tardaron en enviar a sus corresponsales para que registraran aquel prodigio con sus cámaras. Pero como todas las cosas terminan por olvidarse, después de varias semanas de observación sin que se produjesen cambios, el acontecimiento comenzó a perder interés, y los curiosos abandonaron el proyecto que quedó reducido a exploraciones de rutina.
Federico echó una última mirada a la franja luminosa que resplandecía en el cielo e iba a accionar los comandos para el viraje, cuando el rostro se le impuso. Detrás del vidrio de la cabina frente a él, una bella mujer le sonreía. Pensó que estaba soñando y parpadeó varias veces, pero la imagen permanecía a su lado como si se tratara de un retrato en tres dimensiones, animado de expresión y movimiento. Consideró fríamente la posibilidad de perder el control de la nave y estrellarse en cualquier momento en algún lugar de América. Miró a su alrededor: todo estaba nimbado de luz, destellos y reflejos, una mano diáfana lo invitaba desde afuera, y Federico pensó que en su casa lo aguardaba la soledad.,
Cuando la brisa húmeda le empapó el rostro supo que estaba fuera de la cabina y se sintió
flotar entre ligerísimas nubes junto a la radiante silueta. Bosques de hielo y mares cristalinos
reflejaban a su alrededor los colores del espectro solar.
Todo parecía centellear y a la vez resultaba extrañamente
placentero. Se sentía claro e ingrávido,
y se veía como si se observara en un espejo distante.
Después de varios meses del supuesto accidente, cuando el
resplandor fulgurante del cielo fue menguando, encontraron el helicóptero casi
cubierto por cenizas volcánicas, Lo sorprendente fue que estaba intacto, pero
no hallaron el menor rastro del piloto.
A lo lejos divisó el helicóptero, suspendido sobre arcos de luz irisada. Estaba como
hubiera deseado estar toda su vida:volando sin necesidad de comandos, hélices o
turbinas, volando como un pájaro en el espacio sin límites, volando como el globo
de la infancia en un viaje sin regreso.

miércoles, 25 de abril de 2012
Los mellizos de Nazca
-Son tan altos que parecen árboles- le dice C’hayña a su gemelo-, mientras avanzan sobre el lomo de las vicuñas, que de tanto en tanto se detienen y protestan caprichosas porque el paseo se prolonga demasiado esa tarde. Tienen once o doce años y habitan el valle de Palpa, lejos del río y de la aldea en un paraje hundido en la desolación. Criados en libertad, comparten con los fantasmas de la llanura las oquedades de los peñascos que les sirven de escondite, y sus voces se vuelcan en el caracol del viento, que las propaga por los desfiladeros de los Andes o las dispersa entre las hojas hacia el corazón de la selva. Sin embargo, para esos niños el mundo termina donde comienza el pueblo que parece estar cada vez más lejos de las huellas de los animales, pues se vuelven cada día más sedentarios.
A la madre no quieren molestarla mucho, pues saben perfectamente que tiene que robarle horas al sueño para aflojar la dureza de ese suelo mezquino que la escasez de lluvia amenaza con transformar en un desierto. Vive doblada sobre la tierra, ingeniándose como puede hasta alcanzar las napas de agua que le permitan el riego de su huerto, que por milagro florece para el sustento de los tres. Del padre sólo recuerdan que se marchó una mañana cualquiera, cada vez más distante, y ahí han quedado ellos con la esperanza de un regreso que se posterga indefinidamente y la urgencia de sobrevivir, hostigados por la impiedad del clima y la aspereza de esa región a quien el mundo ha olvidado.
C’hayña y Yuyo se ocupan de los animales que se han vuelto tan ariscos como la tierra. Hasta hace algunos años llegaban hasta el caserío y podían jugar con los chicos de ponchos de colores que pintan vasijas con asas de dos cabezas. Ahora sólo pueden recrearse con el recuerdo de esas imágenes pintorescas que se van esfumando entre las nubes de polvo de ese paisaje sin matices.
Pero C’hayña los ha visto: son azules o verdes como los árboles del monte que está junto al río y tienen alas. Y Yuyo no puede creer por el temor de que todo eso sea una fantasía de su hermana como aquel día en que tembló la tierra, cuando le dijo que había descendido el disco del sol detrás de las distantes colinas, que tenía una boca inmensa, que por sus dientes bajaban los gigantes de luz sobre el horizonte. Él la siguió a todas partes, y no hallaron nada. Al regresar la madre estaba muy triste porque la acequia, aquel prodigio de la ingeniería casera se había desmoronado y hubo que empezar otra vez. Yuyo quiere olvidar los días en que compartían el hambre con los animales: hubiera comido pasto si lo hubiese encontrado, pero hasta el pasto ralea en aquel llano y las vicuñas son sagradas, pues representan la única esperanza de contacto con la civilización. C’hayña sueña despierta para distraer su propia melancolía, eso es todo.
El terreno comienza a ondular y se hace más escarpado, las bestias se detienen bruscamente como siempre que llegan hasta allí, se encaprichan, no quieren avanzar por la lomada y retroceden con desconfianza. ¡Qué indóciles, qué viejas están! Yuyo desmonta y se adelanta intrigado, trepando con agilidad por los riscos y las salientes afiladas, entonces los ve: son muchos, tienen la transparencia del hielo de las cumbres andinas, pero parecen muy fuertes: vuelan de aquí para allá, acarreando piedras enormes que colocan en distintos lugares de la llanura. ¿Para qué? C’hayña aprieta el brazo de su hermano, tiembla y ríe con nerviosismo. Son muy hermosos los fantasmas verdes y parecen árboles con alas de mariposas. Yuyo abandona su escondite y echa a correr hacia ellos, y la niña sin titubear imita su carrera.
Sobre las espaldas de los seres de otra galaxia conocen lo que el mundo no sabrá nunca. Marcan con mojones las rutas entre las estrellas y contornos de asterismos secretos se dibujan sobre los sedientos arenales, mientras una madre india riega pacientemente la tierra sin imaginar que sus hijos vuelan con aquellas águilas que se ven a lo lejos. Allá van los valientes mellizos de Nazca, cruzando velozmente ese olvidado cielo con sus exóticos amigos, ignorando que son los únicos testigos y actores de un extraño juego sideral, tal vez un mapa cósmico, un mensaje interplanetario y seguramente un auténtico enigma para las futuras generaciones.
domingo, 22 de abril de 2012
Mensajes del Más Allá
Tus alumnos se han quedado perplejos, Vicky, cuando cambiaste intempestivamente el
hilo del discurso. Un catálogo de Botánica, abierto en plena conferencia de Antropología es un hecho fuera de lo común, pero como la clase está por terminar, nadie se atreve a interrumpirte y concluyes tu tarea con naturalidad, aunque has desalojado sin miramientos de tu exposición varios pueblos amerindios que te envían señales de humo desde el fondo del programa. Sales del aula bajo la complicidad de los murmullos y sientes como flechas las miradas que te siguen por el pasillo. Sin embargo no te molestan porque estás contenta, a pesar de que desconoces el motivo. Todavía ignoras que el titular de la cátedra se ha enterado esta mañana de que esa irregularidad se repite con frecuencia desde hace algunos meses y con mucha discreción, porque no quiere fastidiarte ni intervenir directamente en el asunto, ha delegado esa responsabilidad en Estefanía, a la que te unen las relaciones de trabajo y una amistad de muchos años.
No te
sorprende lo que te dice; ya lo has notado en otras oportunidades. Es verdad,
pero no te das cuenta: una voz habita en ti e impone las palabras, es otra
voluntad la que decide tus actos y provoca esa dispersión. Todo esto comenzó el
día en que encontraste los fósiles de la tortuga. Sonríes ante la sorpresa de
Estefanía que hace un gesto teatral: ¿Acaso, Vicky, desvarías? ¿Qué pasa con la
tortuga? Entonces le cuentas tu experiencia en el cementerio de
caracoles, sobre esa playa que no tiene acceso a los turistas donde
descubriste el caparazón con la imagen de un dios vegetal. Describes los
abanicos de hojas, la fronda y el tronco de un árbol que invaden un rostro y un
cuerpo de hombre. Estefanía te ha escuchado atentamente, aunque de
a ratos mira su reloj, el tiempo la abruma, pues su hija sale a las cinco del
jardín de infantes, no puede demorarse mucho más:¿la perdonas?, ahora no es
como antes cuando estudiaban juntas… No obstante, escucha con paciencia hasta
el final la anécdota de los pescadores que se burlaban de tu excesivo interés:
los restos óseos abundan en la playa, son regalos del mar.
Estefanía
te ha recomendado que veas a la bahiana. Es una experta en mitos y podrá
asesorarte en lo que quieras. Después le contarás en la facultad… Buscas
a Charo por la rambla, en el verano atiende uno de los barcitos de la costa.
Ahora –te cuenta ella- está de vacaciones, pero notas que en realidad es la
época en que más trabaja. Mucha gente la visita, y puede estudiar en el rostro
de cada consultante los misterios de la secta en la que oficia como medium. Te
distraes con las contorsiones de la adivina en el centro de una ronda de
mujeres vestidas de blanco. Un mundo distinto del tuyo, animado por presencias
y duendes invisibles te invade desde el frenesí de los tambores. ¿Qué haces
allí? Sientes cierta inquietud ante el delirio de los que bailan y rechazas las
vibraciones telúricas. Desentonas en ese universo mágico que no armoniza con tu
rigor intelectual. Tanto racionalismo es un escollo para las fuerzas extrañas
que te rodean y quieren expulsarte del lugar porque las estorbas desde
tus anteojos y el prolijo peinado con hebillas. Sientes que te golpean,
que urden venganzas en las sombras o maquinan trampas contra tu pensamiento
objetivo.
Quieres
escaparte, pues te sientes turbada por la emoción desbordante de la
gente frente a los retratos de sus seres queridos. Charo mira las fotos, baraja
los naipes y echa suertes con tejos de hueso, trazando curiosas geometrías que
atrapan tu razonamiento. Te acercas a la puerta, pero la mujer te ataja con una
sonrisa en el preciso momento de la fuga y te invita a entrar.

La voz de
Estefanía del otro lado del teléfono tiene un dejo de burla: ¿Te estarás
transformando en planta? Y piensas de inmediato que quieres olvidarte
de todo menos de tus helechos, han crecido mucho en los últimos meses… Si
estuviera Claudio le preguntarías… ¡Sabía tanto sobre esas especies!… ¿No sería
mejor desprenderse del fósil? Ya encontrarás la forma de salir adelante. Tu
mismo destino te ha enseñado a ser fuerte… Tapas el caparazón con un pañuelo,
hoy no quieres soñar con el dios. Desde hace un tiempo tus noches son iguales:
cierras los ojos y te ves en el interior de una cabaña que se apoya en la copa
de un árbol como otro nido más. El numen te visita en sueños, hasta percibes su
fragancia vegetal como si te hubieras dormido con una pastilla de menta.
Piensas en Estefanía que duerme plácidamente y en Charo que te espía desde ese
mundo onírico que te resistes a aceptar. No tienes otra alternativa que
recurrir a ella; te vistes apresuradamente y la encuentras despierta mirando su
castillo de naipes y espejos mágicos.
Ni
siquiera se sorprende con tu llegada. Elogia tu cabello alborotado y admites
que estás más sugestiva con el pelo suelto y sin los lentes. Pero no has ido
allí a escuchar elogios, ya te han mareado con piropos en la calle.
Necesitas liberarte del dios, su presencia cambia tus hábitos, interrumpe tu
soledad. Charo se encoge de hombros y te aconseja que no te desprendas del caparazón:
es tu talismán y te protege.
Resuelves
descartar a Charo definitivamente. Por la mañana entras en una iglesia y te
confiesas. El sacerdote se sorprende por tu inquietud. A él le encantaría soñar
con plantas, son tan necesarios los espacios verdes… Te quedas finalmente con
la sugerencia de Estefanía: ¿Y si viajaras a la Argentina? Te conviene tomarte
vacaciones, aunque la psicóloga te advierta que no debes encubrir el problema y
desentierre Edipos y Electras que te presionan desde un pasado insistente. No quieres
saber nada con la mitología, tienes bastante con tu numen protector. Te estás
acostumbrando a su presencia y de tanto e tanto lo buscas a través del espejo
en el fondo de tus rasgos. Finalmente decides viajar y te vas a Bariloche.
La nevada
te sorprende en pleno bosque, y buscas refugio en la cabaña de troncos que
descubres detrás de pinos y araucarias. Antes de que te abran la puerta reparas
en la tortuga que te observa con atención desde un soto que se desborda en
rojos y dorados.
A Estefanía la emocionas con tu llamada telefónica después de dos semanas: has conocido a alguien muy importante en la Patagonia, es ingeniero forestal y años atrás trabajó con tu hermano de guardabosques en la misma región, te reconoció enseguida por el parecido, el suponía que Claudio había regresado a Brasil, no se había enterado de que viajaba en el avión que cayó hace siete meses en el Amazonas.
A Estefanía la emocionas con tu llamada telefónica después de dos semanas: has conocido a alguien muy importante en la Patagonia, es ingeniero forestal y años atrás trabajó con tu hermano de guardabosques en la misma región, te reconoció enseguida por el parecido, el suponía que Claudio había regresado a Brasil, no se había enterado de que viajaba en el avión que cayó hace siete meses en el Amazonas.
miércoles, 18 de abril de 2012
Savia roja...(Orí...Genes)
Hace calor, acabo de salir de ese pasaje
estrecho y me aferro como puedo de la fronda azul y rosa que se interna en el
lago.Tengo la impresión de repetirme en múltiples celdillas como si fuera una
colmena o en una galería de espejos innumerables. La savia roja se difunde en
silencio por mi cuerpo, me invade lentamente y me acostumbro gradualmente a la
aceleración, al latido y al golpe de la sangre. Mi silueta se tiñe de granate y
vira al púrpura en un osado intento de definición. Me siento cansado, en este
esfuerzo he puesto en juego toda mi energía, necesito dormir. Es un mandato, un
deseo impostergable y me sumerjo con ansiedad.
El
chasquido del agua y el golpe de los escudos amortiguan el choque de la
caballería enjaezada para la guerra, penachos y estandartes de colores se
agitan con el viento de la tarde cuando el puente levadizo cierra la entrada de
la fortaleza que se asoma en lo alto de la colina; una lluvia de flechas corta
el aire y desbanda la tropa hacia hacia la intimidad de la floresta.
Desde
la transparencia de mi refugio descubro la
Hace csuperposición de las vibraciones: unas repiten con nitidez el
ritmo de galope, pero las otras se oyen a distancia, acompasadas, con
intervalos que me recuerdan el momento en el que acompaño a mi hermano mayor a
las clases del maestro griego al terminar el oficio religioso. Y es allí, entre
técnicas pictóricas y ensayos de dorado, hundido en la penumbra del claroscuro,
donde he escrito mis primeros sonetos «al itálico modo» con plumas y pinceles
que graban sobre márgenes de misal los versos que buscan la armonía del
toledano.
Sereno emerjo de espaldas y mantengo el
equilibrio sobre el borde de las aguas en una inmovilidad casi absoluta. De vez
en cuando muevo uno de mis brazos para cambiar mi orientación, mientras sueño
con enrolarme en la flota de Francisco Pizarro y lanzarme a toda vela hacia la
aventura por las tierras del oro y de la plata que defienden mujeres a caballo
y gigantes de un solo ojo. La eternidad me espera en el torrente de Juvencia y
un lecho de esmeraldas en la laguna de Guatavita. Conoceré las comarcas del sol
y la flor de la belleza del Perú: ninguna ñusta de trenzas negras y piel de
bronce podrá resistirse al asedio de mis madrigales.
Floto plácidamente en la más absoluta beatitud.
A veces me deslizo en suaves piruetas que enredan las imágenes para proyectarme
un poco indio, un poco gaucho, con la vincha en la frente y la pampa en la
mirada. Lejos del rancherío y de los toldos me voy perdiendo con mi potro en un
vado para acortar llanuras y crepúsculos.
Al ascender inhalo el aire de la
revolución. Un huracán de banderas sacude el continente. La libertad se
respira, se bebe, se mete por los poros y estalla en las arterias en reflujos
de sangre y patriotismo. Giro sobre mí mismo y me zambullo de cabeza en esa ola
en un remolino que anula las distancias.
Mi resistencia a la presión acuática va
disminuyendo, aunque todavía tengo que encender antorchas, llorar con las
guitarras, bailar con los gitanos en la playa y avanzar entre llamaradas y
penumbras hacia mi primer sol.
He saltado al puente por donde corre el
tren en un vaho de brumas. El túnel queda atrás y el cielo y la pradera me
encandilan. Junto al andén me espera un grupo de chiquillos. Soy uno de ellos y
jugamos con un perro blanco y negro que alegre nos embiste.
Una niña de pelo rubio me mira desde su
verde inalcanzable. Sonríe y se aleja con rapidez, girando botas de gamuza
sobre raudos pedales.
Ahora soy yo el que anda en bicicleta por
la Avenida Costanera, buscando a la ciclista. Tal vez se haya disuelto en el
follaje. El día es diáfano y resplandecen almidonados rascacielos.
No sé por qué me siento enfocado por luces
silvestres. ¿Tendrán ojos las hierbas? Me distraigo. Bruscamente caigo sobre el
asfalto frente a unos frenos que aúllan histéricos.
Avanzo, sigo mi paseo por calles estrechas.
Voy dejando atrás mi seguridad, las confidencias de este lago tan mío, soy
impelido por una fuerza poderosa que me lleva hacia delante a través de una
geografía que he mirado desde mi globo de cristal.
Perderé mi paz, olvidaré los secretos
revelados por la memoria ancestral de mis células. Me alejo definitivamente de
las vidas y los sueños que he asumido durante todos estos meses: soy huella de
poetas, soy aventurero, soy libertad y tren que viaja a una estación de
infancia sin pesares. Las historias que me precedieron serán borradas por la
mía. Tengo miedo, quiero asirme de este pasado conocido que pierdo
irremisiblemente.
No puedo... empiezo a olvidar. La angustia
de este instante confunde todos mis recuerdos. Mi conciencia aflorará al mundo
desnuda, despojada de imágenes. Estaré expuesto a todo riesgo. Inútil tratar de
retroceder. Me alejo, me voy alejando. Lucho por regresar en un último esfuerzo
que me lanza hacia afuera y oigo el grito de mis raíces que quieren aferrarme.
Una luz poderosa me enceguece y soy
aprisionado por manos firmes que me sujetan de la cabeza y de los pies. Me
ahogo. No puedo tolerar esta intemperie, que me arranca de la tibieza de mi
nido, quiero volver…y lloro hondamente con el dolor de toda la humanidad en su
primera queja, al descubrir que en el momento de mi nacimiento me comprometo
con el mundo y pierdo para siempre el paraíso.
Despierto, me voy habituando paulatinamente
a la claridad que irradia de mi ropa, a la blancura de los alimentos. La luz ya
no me hiere: filtro los matices con lentitud hasta que recibo los colores.
A veces me divierto con sonidos: imito
algunos, los voy clasificando uno por uno con mucho placer. Comienzo a
distinguir voces y ruidos y espero ansioso el canto que me llega con perfumes y
caricias.
Creo que estoy aceptando mi nueva
situación. Tal vez sólo me adapte por necesidad, aunque puedo elegir entre las
posibilidades que me han sido dadas y estoy aprendiendo a sonreír. Me siento
acaso más tranquilo y reconozco el motivo de mi bienestar: he rescatado a la
niña de la bicicleta, por las noches me acuna y me adormezco en su mirada de
pradera.
sábado, 14 de abril de 2012
La flor azteca

Y ella, al fin de
cuentas, ¿por qué tenía que seguirlo a todas partes?
Había atado el
nudo de su saya al manto del príncipe, por consejos del viejo, porque a su
pueblo le convenía la alianza con los de Tlaxcala, pero ni el collar de rubíes
ni el abanico de plumas de quetzal que el esposo le regalara el día de la boda
podían haber enfriado el abrazo de Netzahualcoyotl.
Recordaba los
paseos por el Tamoanchán, bajo las lunas rosas a orillas del lago, en el lugar
florido. Había despertado a la reflexión, al cuestionamiento de la vida y al
amor. Juntos habían tratado de capturar el instante fugitivo y la risa que no
vuelve y habían intentado permanecer, aún con la convicción de que todo desafío
era inútil.
Metzalche tocó sus
labios y miró el cuenco vacío. Los besos de su primo todavía le quemaban la
boca como el licor de sueños que acababa de beber. Miró las antorchas que
crepitaban sobre los muros del teocalli. En la mesa de jade descansaba el
cuerpo de su marido. Una máscara de oro le cubría el rostro. Los insondables
ojos de la muerte la miraban a través de las esmeraldas que engarzara el
maestro del arte lapidario: pulseras, diademas, orejeras de plumas de colibrí
adornaban los despojos del hombre más sanguinario de Tlaxcala.
La esposa, sepultada
con el que bien merecía estar muerto, miró por las pequeñas ventanas y pensó
que era la hora del crepúsculo. Muy pronto se celebrarían los últimos ritos de
los funerales del rey.
¿Qué flecha
inteligente había terminado con el mayor de los verdugos de México, con el
propiciador de las guerras floridas, de esas guerras que, irónicamente, se
iniciaran con cada primavera para segar y aplastar todas las flores?
Ella le había
preguntado al otro en su jardín botánico personal si regresarían con las flores y no le sorprendió que el de Texcoco permaneciera inmóvil y en silencio en aquel verde tamoanchán de su espacio, creado por Netzahualcoyotl para recreo de su vista y de su espíritu. Sólo ante su insistencia le había respondido que las cosas no se repiten jamás de la misma manera, pues no había
nada idéntico a sí mismo. Tenía razón: ese maravilloso instante que acabara con
la vida del príncipe de Tlaxcala era irrepetible. ¿En qué flor podría brotar y
retornar, si a todas las había deshojado sin piedad?
A lo lejos oyó los
tambores: las exequias llegaban a su culminación. Metzalche se acercó a la mesa
funeraria, se recostó al lado del cuerpo yacente, cerró los ojos y durmió hasta
morir.
Alguien dijo que
en el altar de las flores que regresan la pira había ardido con un solo
corazón. No fue el Sumo Sacerdote, quien juró guardar el secreto, sino el
Médico Real, que al visitar a la hermana de Metzalche, le contó la verdad.
Mientras caminaban juntos por los alrededores del palacio,
descubrieron con alegría, pero sin asombro, que el jardín de Netzahualcoyotl se
había encendido de capullos rojos.
II
Casi no se
sorprendió cuando le dieron la noticia en la Casa del Canto. Los maestros
plumarios y los músicos mexicanos habían preparado cuidadosamente la embestida.
Les fastidiaba su mirada lejana, su sonrisa desdeñosa. El era un rey. ¿Qué
hacía entre los artistas? Sus versos eran demasiado sombríos para azuzar a la
fiera oculta en cada guerrero.
Como caudillo les
resultaba glacial. Había recibido el cetro por herencia obligada a la muerte
del tío, pero nadie ignoraba que se evadía de los asuntos de estado, que se
había rodeado de un grupo de principales para liberarse del poder, pues le
pesaba como una gruesa cadena que lo sujetaba al mundo. ¿Quién se creía que
era? Ansias de eternidad…, nostalgias de paraíso… ¡Tonterías! Se necesitaban
poemas nuevos para los rituales. El pueblo se aburría de los viejos versos.
Había que impresionarlo, enardecerlo para la guerra y, al mismo tiempo, agradar
a los dioses con himnos que los adularan.
Se había hablado
mucho de los cantos secretos de Netzahualcoyotl. ¿A quién encubría bajo el
nombre de Xochiquétzal, la diosa de las flores y del amor? ¿Acaso a la prima?
Todo el Anahuac conocía su pasión por aquella mujer, a quien el viejo zorro
había vendido al enemigo para demorar la guerra y conservar el mando, que
peligraba con la unión oficial de la hija y el sobrino Era necesario además
conjurar el peligro tepaneca, desviarlo hacia la ciudad imperial. Con aquella
boda arreglada fortalecía su poder y debilitaba a los pueblos rivales. Texcoco
dormía una paz engañosa que aplastaba a los guerreros y sumía a los sacerdotes
en un estado de indolencia que a nadie le convenía. Cualquiera podía ser
elegido como víctima propiciatoria ante la carencia de prisioneros. Había que
terminar de una vez con aquella paz mentirosa. Afortunadamente, en Tlaxcala
habían descubierto, al fin, los amores prohibidos. No en vano los correos
mexicanos pintaban la silueta de los primos amándose a la luz de las estrellas
bajo el árbol florido. Ya no existía el viejo zorro y Netzahualcoyotl se
ocupaba de tantas cosas....
Los poetas espías
habían aprendido de memoria los cantos de la diosa que escondían a una mujer de
carne y hueso, prima del autor y esposa del jaguar de Tlaxcala, que tragaba
hiel y escupía sangre hacia todas partes. La guerra contra los tepanecas se extendía, se prolongaba, invertía su
dirección en el vértigo de vientos encontrados. Ambas ciudades palidecían
anémicas, mientras Tenochtitlán se nutría con la debilidad de las dos y la
amenaza de otros pueblos era inminente,
La muerte del jefe
tlaxcalteca había sido providencial ¿Qué había hecho Netzahualcoyotl para
impedir la masacre? ¿Qué, para evitar la unión imposible del jaguar de Tlaxcala
y la rosa de Texcoco? Manos amigas, fuertes como murallas protegían a su
pueblo, pero a ella la había abandonado a su destino. Le había pesado siempre
su futuro de rey. Era algo que estaba ahí, en acecho, una responsabilidad que
no podía eludir, pero, mientras le fuera posible evadirse, le daría la espalda,
pues esa realidad lo abrumaba y oscurecía sus sueños. Sin embargo, ella lo
había elegido entre todos y, aunque conocía su debilidad desafiaba el riesgo,
la muerte para estar con él. Y ahora, ¿por qué no había corrido a Tlaxcala?
Delegar…, delegar siempre. Sabía que sus embajadores no llegarían a tiempo, que
Metzalche no podría escapar a su destino. Había entretenido con estratagemas al
príncipe, mientras vivía, para que no tomara represalias contra la esposa
infiel, pero, muerto aquél, no podría salvarla del ceremonial sanguinario de
los sacerdotes. Metzalche ingresaría en la región de las sombras. El
tlaxcalteca se la había llevado al fin.
Salió de la Casa
del Canto con la mirada perdida. Sabía que los otros lo observaban y se sentía
derrotado por primera vez. Ni un solo verso había nacido de su boca, abismado
en lo más hondo de su pena… La muerte de Metzalche arrastraba consigo todas las
otras muertes anónimas de un pueblo al que miraba con ojos de viajero
extrañado. Se sentía culpable.
El peso de la
culpa retardaba sus pasos y sabía que esa sensación no iba a dejarlo, que lo
acompañaría siempre, porque ella se había marchado al país de la niebla y de la
lluvia, antes de que se durmiera el sol. ¿Con quién podría hablar ahora? A
falta de amigo varón que compartiera sus sueños de poeta aceptaba la compañía
de aquella niña que huía de las cocinas y lo seguía a todas partes como si
fuera su ynahual. La había iniciado en las artes prohibidas de los ideogramas,
reservadas a los sacerdotes y a los hombres de alcurnia.
Con cada palabra
descubrían juntos el Tamoanchán, el edén íntimo, en el corazón de la floresta,
allí donde llegaba ahora solo. Buscó en los huecos de los troncos y entre las
raíces de los árboles sabios las láminas pintadas. Entre los dos habían plegado
cuidadosamente los rollos de corteza, que guardarían celosamente las
experiencias de aquella pasión desbordante. La curiosidad insaciable de ella
arrasaba con todo, su rebeldía hacia las convenciones la hacía trascender los
límites de su sexo y su realidad de mujer azteca. Eran aquellos versos
cómplices —las bellas flores— de sus juegos de amor, que encendían los cuerpos
adolescentes hasta incinerarlos. Entonces se liberaba el alma, una sola, común,
compartida, el deseo de proyectar el propio bien, de transmitir esa felicidad
que los ahogaba, que los desbordaba. ¿Cómo volver a los ritos siniestros
después de esa comunión, que los lanzaba fuera de ese tiempo y de ese espacio
hacia un momento y una dimensión que intuían como eternidad? Y los
razonamientos de ella y sus preguntas: "Si el ciclo de las flores se
repite, ¿por qué no tú, por qué no yo, nosotros? Había que desengañarla: ella y
él participaban de una circunstancia concreta, ocupaban un sitio en un instante
preciso donde la ley era la muerte…, era sólo un momento, aquí. Pero ese
momento había que apresarlo para que no se escamoteara, para que no
transcurriera. Y corrían hacia el lago y nadaban hasta quedar exhaustos y luego
se tendían de cara al cielo en la orilla, hasta que el ciclo de los cuerpos y
el alma se repitiera una y otra vez. Era el Tamoanchán inmanente, creado por
ellos dos, para ellos dos, donde nada cabía fuera del tú y el yo que los
lanzaba hacia el Uno, por encima de los negros sacerdotes y su olor a muerte,
en las noches de lunas rosas —no rojas de crepúsculo— sino rosas de sol, de
flor y de amaneceres.
Netzahualcoyotl
sonrió desde su tristeza definitiva. ¿Y si el tlaxcalteca no se la hubiera
llevado? En la Casa del Canto corrían extraños rumores. La fortuna de aquel
secreto había sido su revelación y la noticia había trascendido, pese al
silencio de los sacerdotes: el corazón de la reina no había ardido con el de su
marido. ¿Quién lo había robado? Tenía espías-médicos Netzahualcoyotl?
Miró a su
alrededor. Todo el bosque y su jardín habían florecido en pleno invierno. Un
colibrí libaba néctar de rama en rama. Ella ya era libre y desde el Tamoanchán
venía a visitarlo a él, prisionero de su pcuerpo, de sus deberes y de su
cobardía.
III
Tendrá que esperar el soplo de los siglos, el polvo del desierto. Verá a los
jinetes del cielo sobre los gigantes del mar. Sabrá que no son dioses ni
monstruos del océano. Renovarán la arena de su tiempo remolinos de sangre. Será
destruido su orbe. Levantarán brazos de príncipe una ciudad para otra raza.
Percibirá un olor para la muerte que no es el de los sacrificios. Dormirá. Lo
despertarán los estruendos, los cascos de las bellas bestias que arrasan sus
jardines. Se hundirá poco a poco en el fango y el olvido. Comprenderá el
secreto de la rueda. Sentirá rodar sobre sí la vida de los otros. Rodará. De
tarde en tarde se abrirán sus ojos cuando la tierra se estremezca. Descubrirá,
a lo lejos, cabildos, monasterios, palacios, ranchos, mercados, pelucas,
batallas, bailes, sombreros, miriñaques, guitarras, abanicos, uniformes, rejas,
ganado, alambrados, rascacielos, autos y aviones. Se volverá a dormir y a
despertar. Otros poetas pronunciarán su nombre.
Tendrá que esperar las ráfagas y los torbellinos del tiempo para que
tú, desde la distancia, sientas un placer inexplicable al leer esos cantos, que
no te son ajenos, descubras el brazo del lago que te arroje a la isleta,
conozcas a los suecos, fatigues al Director del Museo, animes a los
estudiantes, asoles el Municipio con solicitudes y consigas, por fin, que
encuentren el expediente y se reanuden las excavaciones que te enfrentarán con
un pasado que presientes.
IV
No sé, mujer por qué me miras con esos ojos tan fascinados. Hoy has
venido sola a dibujar hormigas sobre tu rollo de huun con tapas negras y
anillos de plata. No comprendo qué pretendes de mí, das vueltas a mi alrededor
todas las tardes con ese grupo de jóvenes que siempre te acompañan. Me
divierten sus voces y sus risas y estoy acostumbrándome a esa visita bulliciosa
que me despierta y me rescata del tedio de los siglos.
"Los chicos se fueron a explorar el bosquecillo: no toleran la arena
que vuela por los terraplenes cuando sopla el viento. Mejor, así puedo mirar
todo con detenimiento. Ay, cómo se han reído de mí esta mañana en la agencia!
Javier dice que venir aquí es perder el tiempo, que a nadie le interesan estas
ruinas y ha sido un error continuar con las excavaciones. Según él se trata de
un teocalli menor. Sin embargo, a los estudiantes del museo les agrada, sólo
que el viento no se resiste arriba, pero no hay tantos turistas como en los
grandes templos y pueden curiosear a su antojo sin que nadie les llame la
atención, Si no fuera por las ráfagas de arena sería un lugar perfecto"
Es que lo ha sido, bella niña de los ojos de almendras, pero ya no lo
recuerdas. Perdona, es que a veces te confundo con alguien a quien mucho amé.
Cuando acaricias mis párpados y me haces cosquillas en la nariz, creo que estoy
vivo y que camino a tu lado por los bosques en flor. Claro, es sólo una ilusión
que pasa como todas las cosas…¿Tu nombre es Meche?
"Ay, me están llamando los suecos de nuevo…¡Qué querrán ahora? Julia y
Javier tendrían que verlos ahora y no podrán decir que soy la única interesada.
Éstos están tomando fotos desde hace un mes e invadieron el Municipio hasta que
se reanudaron los trabajos. No, no eran ellos, el viento los corrió. No iba a
avisarles que podían guarecerse detrás de las graderías, se cansan de escalar
con este azote… Es curiosa la cariátide, no parece un ídolo…, la boca es
distinta con esa sonrisa tan triste…, ¿habría dioses menos crueles? Voy a tener
que informarme más… Es una suerte que los suecos hablen poco español."
¿En qué lengua hablaban los hombres de pelo de maíz que te acompañaban
con los soles bajos? No comprendí lo que decían, aunque en esta larga vigilia
he aprendido a distinguir las voces de los rostros claros. He sentido celos,
casi no me mirabas…, hablabas, hablas tanto, mujer, ¿Meche… Mercedes? ¡Cómo te
gustan las palabras! ¡Cuántas mentiras dices a veces, fabuladora! Inventas…,
inventas y me haces sonreír con tus historias y tu versión apócrifa de México.
"Creo que les he dicho cualquier cosa para salir del paso ¿Qué se
busquen otra guía si no me entendieron! Con lo difícil que es traducir estos
nombres a otro idioma. El viento es feroz, voy a tener que irme…"
¿Ya te vas? No, quédate , no me dejes tan solo, saca la lupa de tu
maletín, mira con atención esos dibujos del borde de la estela, seguramente no
habías reparado en ellos. ¿Te interesan, claro que sí, es el antiguo juego de
pelota…Ya sé que tus chiquillos se entretienen con algo parecido, cuando se
aburren de mirarme. Pero en mi tiempo las reglas eran otras, muy duras… ¿Las
recuerdas?
"Pero estos bajorrelieves… Es como si ya los conociera ¿Cómo puede ser
si la base de la cariátide estuvo enterrada hasta ayer. No sé… Los chicos se
habrán ido a refrescar al lago, hoy hace demasiado calor para jugar al fútbol.
¿Cuándo vean esto! Y los de la agencia no lo van a creer…, sobre todo Julia,
que anda diciendo que tengo alma de princesa azteca".
Eres tan parecida…si pudiera atrapar tus caricias, tus miradas de
asombro. Estoy tan solo…, tan aburrido, semienterrado en este silencio de
arena, en esta nada, entre las deplorables ruinas de mi antiguo esplendor. Tan
pesado e inmóvil, Meche, que no quisiera fastidiarte con mi sentimentalismo de
viejo, pero voy a decirte todo: tú has venido a entibiar el frío de este páramo
y a refrescar el incendio de mis mediodías. Ahora es tiempo de flores otra vez.
"Es sorprendente que crezcan aquí con la remoción del terreno… Alguna
semilla perdida que arrastró el viento desde el bosque… Qué lugar tan
misterioso…"
Voy a confesártelo, aunque me arriesgo a perderte, tal vez te asuste y
no vuelvas nunca más, pero no puedo esconder este secreto que nos pertenece a
ambos. Voy a romper el mito que tú has creado al elevarme a la jerarquía de los
dioses, porque no lo soy.
"¿Y si se tratase de un hombre, de un rey, si no fuera un templo sino
un palacio? No hemos encontrado piedras de sacrificio, habrá que seguir
excavando…, podría ser la casa de un jefe azteca…En fin, cómo silba el viento,
empieza a llover"…
Tal vez no vuelvas después de esta confesión, pero eres parte de la
historia de un desencuentro. Cuando el tiempo se distrae, a veces, se producen
los contactos…Debes saber que esta cariátide nada tiene que ver con tu
estatuilla, con esa falsa réplica que sostienes entre las manos. Esta cariátide
que te habla con la voz del viento, es simplemente mi imagen, la imagen de un
hombre que fue rey y poeta: a quien tu amaste apasionadamente, Mercedes; al que
sólo recuerdas en la tenacidad y en la sinrazón de tu obstinada búsqueda,
Meche; a quien rescatarás desde tu tiempo con la absurda reiteración de tus
actos fallidos, querida Metzalche.
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