
Y ella, al fin de
cuentas, ¿por qué tenía que seguirlo a todas partes?
Había atado el
nudo de su saya al manto del príncipe, por consejos del viejo, porque a su
pueblo le convenía la alianza con los de Tlaxcala, pero ni el collar de rubíes
ni el abanico de plumas de quetzal que el esposo le regalara el día de la boda
podían haber enfriado el abrazo de Netzahualcoyotl.
Recordaba los
paseos por el Tamoanchán, bajo las lunas rosas a orillas del lago, en el lugar
florido. Había despertado a la reflexión, al cuestionamiento de la vida y al
amor. Juntos habían tratado de capturar el instante fugitivo y la risa que no
vuelve y habían intentado permanecer, aún con la convicción de que todo desafío
era inútil.
Metzalche tocó sus
labios y miró el cuenco vacío. Los besos de su primo todavía le quemaban la
boca como el licor de sueños que acababa de beber. Miró las antorchas que
crepitaban sobre los muros del teocalli. En la mesa de jade descansaba el
cuerpo de su marido. Una máscara de oro le cubría el rostro. Los insondables
ojos de la muerte la miraban a través de las esmeraldas que engarzara el
maestro del arte lapidario: pulseras, diademas, orejeras de plumas de colibrí
adornaban los despojos del hombre más sanguinario de Tlaxcala.
La esposa, sepultada
con el que bien merecía estar muerto, miró por las pequeñas ventanas y pensó
que era la hora del crepúsculo. Muy pronto se celebrarían los últimos ritos de
los funerales del rey.
¿Qué flecha
inteligente había terminado con el mayor de los verdugos de México, con el
propiciador de las guerras floridas, de esas guerras que, irónicamente, se
iniciaran con cada primavera para segar y aplastar todas las flores?
Ella le había
preguntado al otro en su jardín botánico personal si regresarían con las flores y no le sorprendió que el de Texcoco permaneciera inmóvil y en silencio en aquel verde tamoanchán de su espacio, creado por Netzahualcoyotl para recreo de su vista y de su espíritu. Sólo ante su insistencia le había respondido que las cosas no se repiten jamás de la misma manera, pues no había
nada idéntico a sí mismo. Tenía razón: ese maravilloso instante que acabara con
la vida del príncipe de Tlaxcala era irrepetible. ¿En qué flor podría brotar y
retornar, si a todas las había deshojado sin piedad?
A lo lejos oyó los
tambores: las exequias llegaban a su culminación. Metzalche se acercó a la mesa
funeraria, se recostó al lado del cuerpo yacente, cerró los ojos y durmió hasta
morir.
Alguien dijo que
en el altar de las flores que regresan la pira había ardido con un solo
corazón. No fue el Sumo Sacerdote, quien juró guardar el secreto, sino el
Médico Real, que al visitar a la hermana de Metzalche, le contó la verdad.
Mientras caminaban juntos por los alrededores del palacio,
descubrieron con alegría, pero sin asombro, que el jardín de Netzahualcoyotl se
había encendido de capullos rojos.
II
Casi no se
sorprendió cuando le dieron la noticia en la Casa del Canto. Los maestros
plumarios y los músicos mexicanos habían preparado cuidadosamente la embestida.
Les fastidiaba su mirada lejana, su sonrisa desdeñosa. El era un rey. ¿Qué
hacía entre los artistas? Sus versos eran demasiado sombríos para azuzar a la
fiera oculta en cada guerrero.
Como caudillo les
resultaba glacial. Había recibido el cetro por herencia obligada a la muerte
del tío, pero nadie ignoraba que se evadía de los asuntos de estado, que se
había rodeado de un grupo de principales para liberarse del poder, pues le
pesaba como una gruesa cadena que lo sujetaba al mundo. ¿Quién se creía que
era? Ansias de eternidad…, nostalgias de paraíso… ¡Tonterías! Se necesitaban
poemas nuevos para los rituales. El pueblo se aburría de los viejos versos.
Había que impresionarlo, enardecerlo para la guerra y, al mismo tiempo, agradar
a los dioses con himnos que los adularan.
Se había hablado
mucho de los cantos secretos de Netzahualcoyotl. ¿A quién encubría bajo el
nombre de Xochiquétzal, la diosa de las flores y del amor? ¿Acaso a la prima?
Todo el Anahuac conocía su pasión por aquella mujer, a quien el viejo zorro
había vendido al enemigo para demorar la guerra y conservar el mando, que
peligraba con la unión oficial de la hija y el sobrino Era necesario además
conjurar el peligro tepaneca, desviarlo hacia la ciudad imperial. Con aquella
boda arreglada fortalecía su poder y debilitaba a los pueblos rivales. Texcoco
dormía una paz engañosa que aplastaba a los guerreros y sumía a los sacerdotes
en un estado de indolencia que a nadie le convenía. Cualquiera podía ser
elegido como víctima propiciatoria ante la carencia de prisioneros. Había que
terminar de una vez con aquella paz mentirosa. Afortunadamente, en Tlaxcala
habían descubierto, al fin, los amores prohibidos. No en vano los correos
mexicanos pintaban la silueta de los primos amándose a la luz de las estrellas
bajo el árbol florido. Ya no existía el viejo zorro y Netzahualcoyotl se
ocupaba de tantas cosas....
Los poetas espías
habían aprendido de memoria los cantos de la diosa que escondían a una mujer de
carne y hueso, prima del autor y esposa del jaguar de Tlaxcala, que tragaba
hiel y escupía sangre hacia todas partes. La guerra contra los tepanecas se extendía, se prolongaba, invertía su
dirección en el vértigo de vientos encontrados. Ambas ciudades palidecían
anémicas, mientras Tenochtitlán se nutría con la debilidad de las dos y la
amenaza de otros pueblos era inminente,
La muerte del jefe
tlaxcalteca había sido providencial ¿Qué había hecho Netzahualcoyotl para
impedir la masacre? ¿Qué, para evitar la unión imposible del jaguar de Tlaxcala
y la rosa de Texcoco? Manos amigas, fuertes como murallas protegían a su
pueblo, pero a ella la había abandonado a su destino. Le había pesado siempre
su futuro de rey. Era algo que estaba ahí, en acecho, una responsabilidad que
no podía eludir, pero, mientras le fuera posible evadirse, le daría la espalda,
pues esa realidad lo abrumaba y oscurecía sus sueños. Sin embargo, ella lo
había elegido entre todos y, aunque conocía su debilidad desafiaba el riesgo,
la muerte para estar con él. Y ahora, ¿por qué no había corrido a Tlaxcala?
Delegar…, delegar siempre. Sabía que sus embajadores no llegarían a tiempo, que
Metzalche no podría escapar a su destino. Había entretenido con estratagemas al
príncipe, mientras vivía, para que no tomara represalias contra la esposa
infiel, pero, muerto aquél, no podría salvarla del ceremonial sanguinario de
los sacerdotes. Metzalche ingresaría en la región de las sombras. El
tlaxcalteca se la había llevado al fin.
Salió de la Casa
del Canto con la mirada perdida. Sabía que los otros lo observaban y se sentía
derrotado por primera vez. Ni un solo verso había nacido de su boca, abismado
en lo más hondo de su pena… La muerte de Metzalche arrastraba consigo todas las
otras muertes anónimas de un pueblo al que miraba con ojos de viajero
extrañado. Se sentía culpable.
El peso de la
culpa retardaba sus pasos y sabía que esa sensación no iba a dejarlo, que lo
acompañaría siempre, porque ella se había marchado al país de la niebla y de la
lluvia, antes de que se durmiera el sol. ¿Con quién podría hablar ahora? A
falta de amigo varón que compartiera sus sueños de poeta aceptaba la compañía
de aquella niña que huía de las cocinas y lo seguía a todas partes como si
fuera su ynahual. La había iniciado en las artes prohibidas de los ideogramas,
reservadas a los sacerdotes y a los hombres de alcurnia.
Con cada palabra
descubrían juntos el Tamoanchán, el edén íntimo, en el corazón de la floresta,
allí donde llegaba ahora solo. Buscó en los huecos de los troncos y entre las
raíces de los árboles sabios las láminas pintadas. Entre los dos habían plegado
cuidadosamente los rollos de corteza, que guardarían celosamente las
experiencias de aquella pasión desbordante. La curiosidad insaciable de ella
arrasaba con todo, su rebeldía hacia las convenciones la hacía trascender los
límites de su sexo y su realidad de mujer azteca. Eran aquellos versos
cómplices —las bellas flores— de sus juegos de amor, que encendían los cuerpos
adolescentes hasta incinerarlos. Entonces se liberaba el alma, una sola, común,
compartida, el deseo de proyectar el propio bien, de transmitir esa felicidad
que los ahogaba, que los desbordaba. ¿Cómo volver a los ritos siniestros
después de esa comunión, que los lanzaba fuera de ese tiempo y de ese espacio
hacia un momento y una dimensión que intuían como eternidad? Y los
razonamientos de ella y sus preguntas: "Si el ciclo de las flores se
repite, ¿por qué no tú, por qué no yo, nosotros? Había que desengañarla: ella y
él participaban de una circunstancia concreta, ocupaban un sitio en un instante
preciso donde la ley era la muerte…, era sólo un momento, aquí. Pero ese
momento había que apresarlo para que no se escamoteara, para que no
transcurriera. Y corrían hacia el lago y nadaban hasta quedar exhaustos y luego
se tendían de cara al cielo en la orilla, hasta que el ciclo de los cuerpos y
el alma se repitiera una y otra vez. Era el Tamoanchán inmanente, creado por
ellos dos, para ellos dos, donde nada cabía fuera del tú y el yo que los
lanzaba hacia el Uno, por encima de los negros sacerdotes y su olor a muerte,
en las noches de lunas rosas —no rojas de crepúsculo— sino rosas de sol, de
flor y de amaneceres.
Netzahualcoyotl
sonrió desde su tristeza definitiva. ¿Y si el tlaxcalteca no se la hubiera
llevado? En la Casa del Canto corrían extraños rumores. La fortuna de aquel
secreto había sido su revelación y la noticia había trascendido, pese al
silencio de los sacerdotes: el corazón de la reina no había ardido con el de su
marido. ¿Quién lo había robado? Tenía espías-médicos Netzahualcoyotl?
Miró a su
alrededor. Todo el bosque y su jardín habían florecido en pleno invierno. Un
colibrí libaba néctar de rama en rama. Ella ya era libre y desde el Tamoanchán
venía a visitarlo a él, prisionero de su pcuerpo, de sus deberes y de su
cobardía.
III
Tendrá que esperar el soplo de los siglos, el polvo del desierto. Verá a los
jinetes del cielo sobre los gigantes del mar. Sabrá que no son dioses ni
monstruos del océano. Renovarán la arena de su tiempo remolinos de sangre. Será
destruido su orbe. Levantarán brazos de príncipe una ciudad para otra raza.
Percibirá un olor para la muerte que no es el de los sacrificios. Dormirá. Lo
despertarán los estruendos, los cascos de las bellas bestias que arrasan sus
jardines. Se hundirá poco a poco en el fango y el olvido. Comprenderá el
secreto de la rueda. Sentirá rodar sobre sí la vida de los otros. Rodará. De
tarde en tarde se abrirán sus ojos cuando la tierra se estremezca. Descubrirá,
a lo lejos, cabildos, monasterios, palacios, ranchos, mercados, pelucas,
batallas, bailes, sombreros, miriñaques, guitarras, abanicos, uniformes, rejas,
ganado, alambrados, rascacielos, autos y aviones. Se volverá a dormir y a
despertar. Otros poetas pronunciarán su nombre.
Tendrá que esperar las ráfagas y los torbellinos del tiempo para que
tú, desde la distancia, sientas un placer inexplicable al leer esos cantos, que
no te son ajenos, descubras el brazo del lago que te arroje a la isleta,
conozcas a los suecos, fatigues al Director del Museo, animes a los
estudiantes, asoles el Municipio con solicitudes y consigas, por fin, que
encuentren el expediente y se reanuden las excavaciones que te enfrentarán con
un pasado que presientes.
IV
No sé, mujer por qué me miras con esos ojos tan fascinados. Hoy has
venido sola a dibujar hormigas sobre tu rollo de huun con tapas negras y
anillos de plata. No comprendo qué pretendes de mí, das vueltas a mi alrededor
todas las tardes con ese grupo de jóvenes que siempre te acompañan. Me
divierten sus voces y sus risas y estoy acostumbrándome a esa visita bulliciosa
que me despierta y me rescata del tedio de los siglos.
"Los chicos se fueron a explorar el bosquecillo: no toleran la arena
que vuela por los terraplenes cuando sopla el viento. Mejor, así puedo mirar
todo con detenimiento. Ay, cómo se han reído de mí esta mañana en la agencia!
Javier dice que venir aquí es perder el tiempo, que a nadie le interesan estas
ruinas y ha sido un error continuar con las excavaciones. Según él se trata de
un teocalli menor. Sin embargo, a los estudiantes del museo les agrada, sólo
que el viento no se resiste arriba, pero no hay tantos turistas como en los
grandes templos y pueden curiosear a su antojo sin que nadie les llame la
atención, Si no fuera por las ráfagas de arena sería un lugar perfecto"
Es que lo ha sido, bella niña de los ojos de almendras, pero ya no lo
recuerdas. Perdona, es que a veces te confundo con alguien a quien mucho amé.
Cuando acaricias mis párpados y me haces cosquillas en la nariz, creo que estoy
vivo y que camino a tu lado por los bosques en flor. Claro, es sólo una ilusión
que pasa como todas las cosas…¿Tu nombre es Meche?
"Ay, me están llamando los suecos de nuevo…¡Qué querrán ahora? Julia y
Javier tendrían que verlos ahora y no podrán decir que soy la única interesada.
Éstos están tomando fotos desde hace un mes e invadieron el Municipio hasta que
se reanudaron los trabajos. No, no eran ellos, el viento los corrió. No iba a
avisarles que podían guarecerse detrás de las graderías, se cansan de escalar
con este azote… Es curiosa la cariátide, no parece un ídolo…, la boca es
distinta con esa sonrisa tan triste…, ¿habría dioses menos crueles? Voy a tener
que informarme más… Es una suerte que los suecos hablen poco español."
¿En qué lengua hablaban los hombres de pelo de maíz que te acompañaban
con los soles bajos? No comprendí lo que decían, aunque en esta larga vigilia
he aprendido a distinguir las voces de los rostros claros. He sentido celos,
casi no me mirabas…, hablabas, hablas tanto, mujer, ¿Meche… Mercedes? ¡Cómo te
gustan las palabras! ¡Cuántas mentiras dices a veces, fabuladora! Inventas…,
inventas y me haces sonreír con tus historias y tu versión apócrifa de México.
"Creo que les he dicho cualquier cosa para salir del paso ¿Qué se
busquen otra guía si no me entendieron! Con lo difícil que es traducir estos
nombres a otro idioma. El viento es feroz, voy a tener que irme…"
¿Ya te vas? No, quédate , no me dejes tan solo, saca la lupa de tu
maletín, mira con atención esos dibujos del borde de la estela, seguramente no
habías reparado en ellos. ¿Te interesan, claro que sí, es el antiguo juego de
pelota…Ya sé que tus chiquillos se entretienen con algo parecido, cuando se
aburren de mirarme. Pero en mi tiempo las reglas eran otras, muy duras… ¿Las
recuerdas?
"Pero estos bajorrelieves… Es como si ya los conociera ¿Cómo puede ser
si la base de la cariátide estuvo enterrada hasta ayer. No sé… Los chicos se
habrán ido a refrescar al lago, hoy hace demasiado calor para jugar al fútbol.
¿Cuándo vean esto! Y los de la agencia no lo van a creer…, sobre todo Julia,
que anda diciendo que tengo alma de princesa azteca".
Eres tan parecida…si pudiera atrapar tus caricias, tus miradas de
asombro. Estoy tan solo…, tan aburrido, semienterrado en este silencio de
arena, en esta nada, entre las deplorables ruinas de mi antiguo esplendor. Tan
pesado e inmóvil, Meche, que no quisiera fastidiarte con mi sentimentalismo de
viejo, pero voy a decirte todo: tú has venido a entibiar el frío de este páramo
y a refrescar el incendio de mis mediodías. Ahora es tiempo de flores otra vez.
"Es sorprendente que crezcan aquí con la remoción del terreno… Alguna
semilla perdida que arrastró el viento desde el bosque… Qué lugar tan
misterioso…"
Voy a confesártelo, aunque me arriesgo a perderte, tal vez te asuste y
no vuelvas nunca más, pero no puedo esconder este secreto que nos pertenece a
ambos. Voy a romper el mito que tú has creado al elevarme a la jerarquía de los
dioses, porque no lo soy.
"¿Y si se tratase de un hombre, de un rey, si no fuera un templo sino
un palacio? No hemos encontrado piedras de sacrificio, habrá que seguir
excavando…, podría ser la casa de un jefe azteca…En fin, cómo silba el viento,
empieza a llover"…
Tal vez no vuelvas después de esta confesión, pero eres parte de la
historia de un desencuentro. Cuando el tiempo se distrae, a veces, se producen
los contactos…Debes saber que esta cariátide nada tiene que ver con tu
estatuilla, con esa falsa réplica que sostienes entre las manos. Esta cariátide
que te habla con la voz del viento, es simplemente mi imagen, la imagen de un
hombre que fue rey y poeta: a quien tu amaste apasionadamente, Mercedes; al que
sólo recuerdas en la tenacidad y en la sinrazón de tu obstinada búsqueda,
Meche; a quien rescatarás desde tu tiempo con la absurda reiteración de tus
actos fallidos, querida Metzalche.
Dentro del marco histórico del México anterior a la conquista se teje una cruda historia de amor, muerte y renacimiento, inspirada en la poesía reflexiva del rey Netzahualcoyotl...
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